Mujeres excelentes, de Barbara Pym (Gatopardo) Traducción de Jaime Zulaika | por Almudena Muñoz

Barbara Pym | Mujeres excelentes

Una pequeña fotografía en blanco y negro muestra la vivienda de Barbara Pym en un pueblecito de Oxfordshire. El edificio es del montón, ideal para la nostalgia británica que siempre late con más fuerza fuera de Inglaterra; paredes, tejados y muretes de piedra, marcos blancos, un gran seto bien podado, un farolillo. En este escenario, podría ambientarse un asesinato cometido con algún objeto vulgar, como un terrier de porcelana o el atizador de la chimenea; o la reunión entre un marinero y su prometida ya arrugada por la espera; o la escapada de un amante que emplea la puerta trasera mientras el marido aparca en el establo, que en realidad es un garaje. Esta fachada es una hoja en blanco para la literatura inglesa, capaz de ver diez géneros distintos, el drama y la sátira, en la misma esquina del vecindario. Una alegre diversidad que no parece trasladarse con la misma riqueza al tejido real, en especial ahora que el hecho de ser británico se ha vuelto más confuso que nunca, incluso para sus propios ciudadanos y escritores. Ian McEwan escribe sobre Hamlet, Ali Smith sobre el Brexit.

Desde que las carreras de los artistas han podido avanzar junto a la exposición mediática, cada vez que un autor dedica cierto tiempo, un par de líneas, un comentario lanzado durante una entrevista, a alabar a una colega femenina, el halago puede ser recibido como esa pequeña homilía de Julian Malory, toda honestidad y toda paternalismo: «¡Ah, excelentes mujeres!». Mark Twain parecía sincero al aplaudir a su competencia, L. M. Montgomery; Ernest Hemingway no ganaba nada al humillarse frente a Karen Blixen; el apoyo de Philip Larkin a Barbara Pym podría resultar interesado para las contraportadas si no fuese por esa correspondencia privada que mantuvieron ambos autores durante años. Sin embargo, no hay que olvidar los términos en que hablaba Nabokov de Jane Austen cuando las puertas se cerraban y debía diseccionar frente a sus alumnos Mansfield Park, como una casita de cartón que revuelve con los dedos para revelar los fallos y conceder cierta maestría, el ingeniero sonriendo al juguetero. El reciente desenmascaramiento de Elena Ferrante y la persecución de su identidad ha revelado la permanencia de ese abismo entre autor y autora, cosa de tiempos de Austen que aún no se había extinguido durante las excelencias de Pym, y que desde luego continúa vigente: la vida privada y pública de las escritoras no encuentra un territorio neutral en sus creaciones, sino que éstas permanecen abiertas como unos juzgados para cualquier paseante.

Por ese motivo, resulta tentador apuntar que Mildred Lathbury, la chispeante pero ligeramente conformista narradora de Mujeres excelentes, atraviesa el mismo dilema que Barbara Pym, como mujer atrapada en la mirada de los hombres. ¿Cómo ser feliz, pero soltera? ¿Pero cómo anhelar un pretendiente después de las bajas de la Segunda Guerra Mundial, y con nada más que ofrecer que un cuerpo ya en la treintena y un alma que no posee más inquietudes que participar en las actividades parroquiales? Si con semejante currículo Mildred es el ideal de solterona en la sátira inglesa, Mujeres excelentes parte en teoría (la teoría académica de los Nabokov) de un inicio abocado al volumen de cotilleos que acabará reflejando alguna crisis salpimentada de histeria (la vida privada de las autoras), o una ristra de escenas esperpénticas que vuelven a mostrar el ridículo de los arquetipos de provincias, recientemente mudados a la urbe (la vida pública de las autoras). Pym desvela que la obra de una mujer no tiene por qué estar hablando de su biografía ni de su círculo social. Mujeres excelentes es una parodia sobre una actualidad aún no del todo superada, que va abriendo ojales hacia un río subterráneo menos amable, más pesaroso. Un antecedente para Helen Fielding en el que el estado de la soltería femenina no acusa tanto carencias sentimentales como una tiranía social terriblemente aburrida.

Que Pym hace del marujeo un arte, un encaje de bolillos, sería volver a colocar un observador condescendiente frente a unas artesanas que trabajan en la plaza de alguna iglesia o catedral, ajenas al ruido. El marujeo es todo lo contrario, un evento privado que se muere por volverse público. Los personajes de Pym, en cambio, recorren la cotidianidad de los mercadillos benéficos, las misas de domingo, las meriendas entre vecinos y las visitas al centro de Londres con la ligereza de quienes sólo desean aguar la amargura, volviendo a vivir como si no existiese un mundo más grande y grave allá fuera, unas reglas de decoro, una división clara entre lo masculino y lo femenino, el cura y el feligrés, el casado y el soltero.

Mientras otras coetáneas, Sue Kaufman, Marilyn French, Penelope Mortimer o Muriel Spark, sobre todo afectadas por la falsedad de la sociedad moderna, igualitaria y próspera de Estados Unidos, llenaban diarios de ira y risa nerviosa, Barbara Pym deja claro por qué Larkin la admiraba con total sinceridad, dado su talento para introducir significados poéticos en detalles normalmente vanidosos o banales, como las chucherías en la repisa, el tejido de los sombreros, las flores en los jarrones y los alimentos de la escasez. A través de su vida de ficción, Pym achica cualquier expectativa con ese doble sentido que exclama, cómo no, un personaje masculino en la apertura de la novela: «¡Ah, las mujeres! ¡Ahí están ellas siempre que pasa algo!».

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