Cuentos completos [1885-1886], de Antón Chéjov (Páginas de espuma) Edición de Paul Viejo | por Juan Jiménez García

Anton Chéjov | Cuentos completos [1885-1886]

Al final le encontramos un sentido a las navidades: es ese momento en el que aparece un nuevo volumen de los cuentos completos de Antón Chéjov en Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo. En este caso el segundo, que sigue donde se quedó (año 1885) y llega hasta 1886. Dicho así, igual no tiene especial significado, pero sí, y tanto… El primer volumen recogía, después de todo y aunque fuera involuntariamente, sus años de formación como médico, pero también como escritor. Ahí, recordemos, todo tenía cabida, y, como comentábamos en conversación con su editor, un lector de La Codorniz (supongamos, alguien que ha estado leyendo recientemente los textos de Rafael Azcona) se sorprendería (o no) al ver que el tono era el mismo en muchos casos. El escritor ruso escribía febrilmente, escribía sobre todo, escribía de cualquier manera (adaptándose a las circunstancias) y todo con un cierto toque de divertimento. Un divertimento que alimentaba: a él y a su familia. No era poco. Y entre todo, lleno de limitaciones, construía una manera de entender el mundo y, por tanto, la escritura. También, algunos relatos, cada vez más, iban cogiendo vuelo. ¡Y qué vuelo!

Ese año supondrá, pues, dos cosas: ya es médico y también escritor. Chéjov empieza a tomar en serio la escritura, los editores empiezan a dejarle espacio (no mucho, pero el suficiente) y todo eso se concreta, de forma emblemática, en su obra más extensa, una novela, una novelita si se quiere, que se había ido gestando durante los últimos años y en las que dejará marcado su camino. De dónde viene, pero también hacia dónde quiere ir. Eso será Un drama de caza, que abre este segundo tomo, en el que, en un tono detectivesco y a través de un indolente juez de instrucción, un personaje débil y ruin rodeado de débiles y ruines, el escritor se entregará a construir un mundo enfermo en el que no hay lugar para la honradez.

Para Chéjov, parafraseando a Alberto Savinio, son los hombres los que tienen que contar su historia. La Historia, esa que se escribe con hache mayúscula, no importa demasiado, y es imposible hacerse la más mínima idea leyendo su obra. Parece decir que esta es solo la suma de muchas vidas, y que todo lo demás solo tiene importancia en la medida que afecta a estas. En estos años, el humor empezará a dejar a menudo lugar a la tristeza o, al menos, a la duda. Incluso en sus textos más alegres, tendrán ese contrapeso. Como un reflejo, una sombra, una pequeña duda.

Sus personajes rara vez hablan de ellos directamente, sino más bien por aquello que les atormenta, y que en buena medida podrían ser sus problemas con las mujeres, esos seres extraños, misteriosos, considerados inferiores las más de las veces (pero casi siempre triunfantes), y con el que uno lleva todas las de perder. Antón Chéjov traza un verdadero tratado de usos y costumbres a través de ellas, y estaríamos tentados a trazar un “mujeres, instrucciones de uso”, si no fuera porque la conclusión es que son incomprensibles. Es más, inexplicables.

El hombre es ese ser entregado a la bebida, a los rangos sociales, a cotorrear, a hablar de lo más elevado (y para llegar ahí el vodka es más importante que el espíritu), y a correr detrás de las mujeres (o delante, según esté o no casado… o viceversa). Ser físico al que todo le afecta y para el que cualquier cosa es un problema en potencia. Ya puede tratarse de un campesino o de un príncipe. Las cuestiones morales (porque el hombre chejoviano es un ser moral) acabarán con él.

Solo la infancia será otra cosa, porque a esas edades aún desconocen lo que les llevará a la perdición, y a ellos dedicará no pocos relatos en este tiempo, que irán desde la jovialidad de Los niños hasta la profunda tristeza de Vanka, relato de una brevedad sobrecogedora y que vendrá a ahondar en aquellos otros en los que el escritor nos entrega unas historias sombrías, en las que no habrá ni el más mínimo rayo de luz, el más mínimo signo de esperanza (Tristeza, Desdicha,…).

Como curiosidad (y quién sabe si como conciencia de su propio oficio, una conciencia que, como señalábamos, había adquirido muy recientemente), abundan los relatos cuyo protagonista es un escritor, ya sean como reflexiones sobre el propio oficio o como bromas (su clasificación funcionarial de los escritores de su tiempo), pero que no dejan de tener un toque entre irónico y amargo. Irónico en qué se puede esperar de este oficio, en qué consiste este trabajo que no conoce de horas ni de penas, pero también amargo en un relato como Buena gente, que a alguno le puede resultar curioso desde el momento que inspiró a Nuri Bilge Ceylan el personaje del escritor de artículos para el periódico local, que vive anclado en otro tiempo, y esa hermana tendida sobre el diván, a su espalda, incapaz ya de soportar ese tiempo estancado.

Intentar concentrar en unas pocas palabras más de mil páginas de relatos chejovianos es una tarea inútil, vana, tal vez necesaria (como invitación al descubrimiento, como la búsqueda de una conversión al escritor). Solo leyéndole puede uno adentrarse, si acaso un poco, en el misterio que constituye su obra. También compartir la felicidad infinita que nos da su lectura. Como un milagro, la brevedad lo concentra todo, y hasta sus errores son perfectos. Nada sobra o en todo caso sobra tanto como sobra en nuestras vidas, siempre desde el convencimiento de que hasta el momento más tonto, el instante más banal, son parte de algo más grande, también del momento más intenso. La relación que podemos mantener con su escritura es algo sentimental. Su escritura no es una escritura de cabecera, sino que comparte nuestra cama. No se queda ahí a nuestro lado, vive con nosotros.


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