La dama que amaba los insectos y otros relatos breves del antiguo Japón, Anónimo (Satori) Traducción de Jesús Carlos Álvarez Crespo | por Juan Jiménez García

La dama que amaba los insectos y otros relatos breves del antiguo Japón

Uno de los primeros momentos de esplendor de la literatura japonesa tuvo lugar entre los siglos XI y XII. Atrás quedaban obras como el Genji Monogatari, obra fundacional de tantas cosas (empezando por la literatura), y otras crónicas aún más antiguas, que convirtieron a la época Heian (que abarcó desde 794 a 1185), cuyo nombre significaba paz y tranquilidad, en un momento determinante de las artes. Los relatos que conforman el libro que nos trae ahora Satori, La dama que amaba los insectos, son una muestra de aquella época y también de esa edad de oro, una obra capaz de devolvernos, en un tímido reflejo la luz de aquellos días.

Hay que decir que Japón siempre fue una sociedad entregada a la repetición. Un lugar propenso para los ritos, las maneras, el encorsetamiento, pero la búsqueda, en todo, de la perfección, que es, para ellos, algo así como la belleza (aunque también en la imperfección son capaces de encontrar esta, cosa que seguramente a nosotros, occidentales, nos cuesta mucho más). El periodo Heian no fue ajeno a eso, al contrario. El caso de la figura de la mujer es emblemático. Ya no solo por su lugar en la sociedad, cercano a la invisibilidad (no se les debía ver, debían ocultar su rostro, etcétera), sino en una cierta rigidez impuesta por unos códigos estéticos y de clase que hoy nos resultan cuanto menos chocantes (pintarse los dientes de negro o rasurarse las cejas para luego pintárselas algo más altas).

Lo curioso es que, con todo, el Genji Monogatari lo escribiera una mujer y un relato de los incluidos en este libro (al menos) también. Pero no solo eso, sino que la mujer se convirtiera en protagonista de estas narraciones, con una forma cercana al cuento (tal vez los primeros cuentos de la historia de la literatura). La dama que amaba los insectos es un libro sobre las mujeres. O de las mujeres. Son ellas, después de todo, las que dominan las tramas. La protagonista del relato que da título al libro se impone por su personalidad. Mientras las demás piensan en la belleza de las mariposas ella piensa en la belleza de las orugas. Después de todo, son las orugas las que dan origen a las mariposas, pero eso no parece convencer a casi nadie (aunque les deje sin argumentos). Será, por otro lado, el detalle de una rebelión mayor, al no seguir las costumbres de la época: sus dientes blancos, sus cejas como esas orugas que ama.

Quizás tan solo sea una excepción. El resto se enfrentan al deseo de los hombres y acabarán de amantes o segundas esposas, en relatos de una cierta picaresca, en un conjunto atravesado por el humor, ligero, pero humor. Son como piezas galantes, dulces juegos de espías y espiadas, de damas y doncellas, de intercambio de poemas, que era la forma lógica de comunicación. Era hablarse con una estructura 5, 7, 5, 7, 7, tanto ellos, aspirantes a amantes, como ellas, aspirantes a amadas. Y ni tan siquiera era algo de la nobleza, tan necesitada siempre de juegos, sino que cualquier lo practicaba, como si fuera lo más normal del mundo. No hay dramas, no hay tragedias. Solo una búsqueda constante de la belleza que parece no encontrar obstáculos en ninguna cosa ni en ninguna situación, por muy sorprendente que nos pueda parecer.

La dama que amaba los insectos es sorprendente en su modernidad. Una modernidad literaria y de costumbres en la rigidez de una época, como si la literatura fuera esa sangre viva que fluía por un cuerpo extasiado en placeres interminables y abrazado a los rigores de un tiempo y un gusto lejanos. Una sangre, una vitalidad necesaria para que un libro sea capaz de perdurar durante mil años y llegarnos un día, como si nada. Próximo.

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