Los caníbales, de Álvaro do Carvalhal (Ardicia) Traducción de Enrique Moya Carrión | por Juan Jiménez García

Los caníbales | Álvaro do Carvalhal

Álvaro do Carvahal no vivió mucho. Escritor efímero, muere apenas cumplidos los 24 años. Ni tan siquiera pudo ver recogidos en un único libro sus cuentos, trabajo al que se dedicó cuando tuvo la certeza de que ya no le quedaba mucho. Sus cuentos: seis cuentos. De él, pues, no hay mucho que contar. Simplemente vivió lo suficiente para dejarnos al menos una obra inmortal, uno de aquellos relatos: Los caníbales. Hay dos cosas seguramente innegables: el buen gusto del nada efímero Manoel de Oliveira para elegir los libros en los que basa tantas de sus películas, y el buen gusto de Ardicia para encontrar todo aquellos que habíamos perdido allá entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Que ahora veamos aparecer en su edición la obra que aquel llevó al cine, solo puede querer decir que estamos frente a algo muy especial.

¿Lo estamos? Sí, claro, lo estamos.

Los caníbales es un largo relato de amor y de horror. Si unimos este último con el humor, el resultado es lo grotesco (ver las palabras iniciales de Fernando Iwasaki). Y ahí es donde se instala nuestro joven escritor portugués. Ahí y en todos sus referentes, que son muchos y variados, pero que andarían buena parte de ellos por el género fantástico que se cultivaba por aquellos años y que podemos resumir en dos nombres: E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe. Álvaro do Carvahal no oculta nada ni se desliga de nadie. Al contrario. Aquí, el narrador no deja de ser un actor más del drama, un observador irónico, si se quiere, un tipo que observa la fiesta desde una esquina del salón. Su preocupación es contarnos la verdad, porque como dice citando a Boileau, nada es más bello que la verdad. Y desde esa primera nota de humor negro, se ocupará de acompañarnos con sus apuntes, no solo sobre esa realidad de la historia, sino también sobra la suya como escritor enfrentado a ella.

La historia podría ser sencilla. Una farsa. Margarida, mujer fatal (sin especial práctica), se enamora perdidamente de un personaje muy especial, el vizconde de Aveleda (con un cierto parecido, dicen, con la estatua del comendador). Quien dice esto (lo del parecido con la estatua) es don João, que no solo es un don Juan de nombre sino de espíritu. Por supuesto, está perdidamente enamorado de Margarida. Y además, no tiene buen perder. Y más frente a un hombre tan, tan… extraño. Un hombre extraño que además se reconoce extraño. Un misterio, como él mismo dice. Pero el amor de la muchacha no conoce inconvenientes. Le daría igual todo. Sea lo que sea. Bueno, eso se dice.

Manoel de Oliveira adaptó este relato con forma de ópera, y seguramente no andaba especialmente desencaminado. Todo en este relato tiene algo de desmesura, de esa desmesura necesaria para lo grotesco, avanzando hacia su delirante final, muy instructivo con respecto al sentido práctico de la nobleza. Do Carvalhal tiene la juvenil habilidad y la frescura de quien está descubriendo todo, también el regocijo de la escritura. Desde aquel rincón en la fiesta, sonríe, y tal vez piensa, como escritor efímero, en el destino como motor de las cosas. En lo ridículo que puede ser lo sublime, y lo sublime que puede ser lo ridículo. Ahora diríamos que tiene algo de surrealista, pero como aún no había llegado André Breton para inventar la palabra, pues no lo decimos. Igual es que el surrealismo fue otra manera de llamar a cosas que ya existían. Puede ser.


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