Todo Ubú, de Alfred Jarry (Pepitas) Traducción de Julio Monteverde | por Juan Jiménez García

Alfred Jarry | Todo Ubú

Ay, qué difícil es escribir sobre Ubú. Y sin embargo parece tan sencillo… Y es que Ubú parece que sea una obra (varias) para niños leída por adultos, de marionetas que son niños manejados desde lo alto por fuerzas ocultas, o el divertimento cruel de un asesino de palabras y mentes bien pensantes. A Ubú le pasa como le pasaba a Dadá. Pretendiendo no ser nada acabó por ser todo. Y es que Ubú es el producto de una broma. La de unos alumnos de instituto contra su profesor. Todos rieron mucho y nadie se acordó más de ella, excepto un tal Alfred Jarry. Jarry es un misterio. No porque no sepamos nada de él, sino porque lo que sabemos (o queremos saber) no es muy cierto. Nos lo imaginamos pobre pero rebelde, pero, como dijo alguien, hasta el siglo XX, los que escribían eran los ricos. Los pobres no se lo podían permitir. O los hijos de una cierta burguesía, como Jarry. Con todo, siempre me quedé con una imagen de él, que ni tan siquiera pretendo confirmar cogiendo el libro de la estantería. La imagen era la de Jarry viviendo en aquel piso que su casero había dividido en dos. Pero no a lo ancho, sino a lo alto, por lo que había que vivir poco menos que de rodillas. Curiosamente, si alguien no escribió de rodillas, ese fue Jarry.

Lo cierto es que lo primero que devoró el padre Ubú, lo primero que fue a parar a su panza, fue a su propio autor (que no creador… pero establezcamos sutiles diferencias, elaborados matices). Y luego a los polacos, a los que dejó sin patria (o peor: viviendo en una simulación). Ubú contiene en sí mismo todos los males del mundo. Muchos presumen de maquiavélicos cuando en realidad son ubuescos. Estos últimos tiempos nos han demostrado que Polonia era otra manera de llamar a una España del siglo XXI y que si algo tenemos son Ubús. Ubú no entiende mucho de medias tintas. Coge lo que quiere. Si para cogerlo hay que cargarse a alguien, pues se lo carga. Si necesita ayuda, la exige. Y cuando ya no la necesita, se la carga igualmente. Si quiere vivir en un sitio, vive, y si quiere coger un dinero, lo coge. Todo es justo, porque él es la justicia. No hay otro poder que el suyo porque él es todos los poderes. Habla en plural no porque sea un rey, sino porque es todo el mundo. No concibe que pueda existir algo que no esté a su disposición. Las cosas son útiles mientras le son útiles y los conceptos abstractos no existen para él, amante de las cosas concretas, como las Finanzas. Como todo gran hombre, tiene detrás una mujer, la madre Ubú, que es solo un incordio, una mosca que no hay que matar porque también es suya y matarla mermaría sus bienes.

Tenerlo todo no significa gran cosa. Hay que tener más que ese todo. Si robas un poco, piensa en robar más. Y cuando robes más, piensa en que es poco comparado con lo que te queda por robar. Y cuando no quede nada, piensa que te lo ocultan. Y cuando no oculten nada, los matas. El padre Ubú tiene argumentos para todo. Y cuando le faltan las palabras, se las inventa. Y una vez inventadas, son de su propiedad y las puede usar a su antojo. Como el resto. Entonces, un día, piensa que es estúpido tenerlo todo cuando es mejor no tener nada. Y para alguien que se ha cagado en los demás, en sus derechos y libertades, que mejor que renunciar a la suya propia. Que le encadenen. Que le alimenten. Quién no quiere nada, lo tiene todo. Ubú es indestructible porque es capaz de abrazar los extremos, que es ese lugar que tanto miedo nos da frecuentar a los demás.

Ya sabemos que una de las polémicas de Ubú es si Jarry no lo plagió (mejor: apropió). Nadie le echó en cara nada, hasta que murió, como si hubiera sido un tipo del que cuidarse en vida. Pero realmente Ubú es tan de los hermanos Morin como nuestro, que ni tan siquiera estábamos allí. Y si alguien debería reclamar derechos ese sería el profesor, el señor Hébert, ya que tuvo que hacerse un tipo especialmente risible para que unos mocosos escribieran una obra sobre él, cosa que no vamos a afirmar que sea asombrosa, pero que no siempre tiene ese éxito. Ubú es al señor Hébert, como Falstaff lo fue a Orson Welles: la búsqueda de toda una vida materializada felizmente.

Pero no pensemos en las obras y fragmentos de Ubú como un divertimento. Sí, son terriblemente divertidas, pero también unos estupendos encuentros literarios a patadas con el lenguaje. No se puede deformar la vida y dejar las palabras tal cual. No sería justo. Y Jarry se tomó aquello muy en serio, zarandeando el árbol de los frutos prohibidos. Le dio tantas patadas, que en algún momento le cayó en la cabeza la patafísica, que de una deformación más, pasó a ser una ciencia. Una ciencia con doctores y sin universidades, que para eso es otro producto ubuesco, y el padre Ubú solo se necesitaba a sí mismo, contenedor de todos los títulos y grandezas.

Mierdra. Llevamos un buen rato escribiendo y creo que no he dicho nada. Afortunadamente, la definitiva edición de Pepitas lleva un iluminador prólogo de Julio Monteverde, que también se ocupa de las traducciones y reuniones diversas. Cuando hayamos leído las quinientas páginas del libro (que se leen como cualquier cosa… como cualquier cosa instructiva a la par que entretenida), no seremos más listos (¡dios nos libre!) y, como Zazie, habremos envejecido, pero no mucho (porque se leen en nada… por no sabemos cuál deformidad del tiempo). Nos invadirá a la par que una cierta sensación de bienestar (también conocida como felicidad), la sospecha (como una picazón) de que Ubú es alguien conocido. Es más: que es muchos conocidos. Que le hemos visto en la televisión, que fue (o es) alcaldesa, presidente, director de cosas, financiero. Que los palotinos están por todos lados y que Polonia también es todo. Y acabándose el siglo XIX esto daba risa, pero empezando el XXI da miedo. Els Joglars lo entendieron y ahora seguro que la cosa daría para un Ubú registrador de la propiedad, por decir una profesión al azar. Pero el problema es que sí, los imbéciles siguen, el poder que se alimenta de todo lo existente también y las Finanzas lo son todo, pero Alfred Jarry murió. Y de él parece que solo aprendimos una cosa: a entrar en los lugares de rodillas… o arrastrándonos.

Miércoles 11 Clinamen 145, San Caballa, intercesor

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