La bella de Lodi, de Alberto Arbasino (Siruela) Traducción de Esther Benítez | por Juan Jiménez García

Alberto Arbasino | La bella de Lodi

No, no me importa confesar que si algo amo profundamente del cine italiano es la comedia italiana. Aquello que se llamó comedia neorrealista o comedia social, porque en realidad eran los verdaderos sucesores de aquel movimiento agotado. Ellos supieron encontrar que la condición humana es, demasiado a menudo, motivo de risa, y que tras esas risas, se escondía la miseria más absoluta, tanto física como moral. Si la política intentó acabar con aquel cine pobre pero honrado de Rossellini y De Sica, poco se podía imaginar lo que le esperaba, de la mano de un puñado de guionistas (sí, los pongo en primer lugar) y directores que hoy se me antojan tan imprescindibles como aquellos otros. Lo que tal vez es menos conocido es que también podemos encontrar una literatura alimentada por el mismo aliento. Y ahí podríamos colocar a este La bella de Lodi, publicado por Siruela, escrito por Alberto Arbasino y que tuvo su adaptación cinematográfica (no demasiado exitosa, pero decente).

Leo que Arbasino fue considera un escritor expresionista. Y bueno, por qué no compartir esta impresión. Pero no pensemos en el expresionismo alemán, en arquitecturas dislocadas y sombras, muchas sombras. En La bella de Lodi nada se disloca, más que la narración, y sombras no hay muchas: al contrario, el sol está por todas partes. De hecho, la historia empieza en la playa, esos días de playa tan propensos al encuentro y a las canciones de moda. Roberta está ahí, tumbada, esperando coger algo de bronceado, y por ahí anda Franco. La playa, con su despojamiento, invita a la mezcla de clases sociales. Roberta es una chica con dinero, familia y fábricas. Y Franco no tiene ni una cosa, ni la otra y la otra de más allá. Eso sí: tiene una presencia agradable, una consistencia física y algún atributo que encabezaría las listas de éxitos italianas, a decir de Arbasino. Es suficiente para lanzarse a echarle kilómetros por esos pueblos de Italia y estrechar lazos y cuerpos, cociéndose en el calor de verano y sus contradicciones de seres humanos temperamentales.

Pero estaba hablando del expresionismo de Alberto Arbasino. Podríamos llamarlo expresionismo italiano, y es que la novela gesticula. Sí. Aunque Arbasino nunca pareció dedicarse al cine, es tremendamente cinematográfica, con sus capítulos como escenas y sus palabras como gestos. La novela se mueve a un ritmo vertiginoso y la música suena por todas partes. Gino Paoli, por ejemplo. Póngase cualquiera de aquellas canciones que forman una de las bandas sonoras de nuestra vida. Es difícil prescindir de aquella Stefania Sandrelli de dieciséis, diecisiete años, que protagonizaba la película, pero el escritor italiano logra evocar en nosotros, nostálgicos de ciertas cosas (no de todo), el azul de un cielo que ya no existe, a través de una prosa rabiosa. Y el mundo gira y gira entre palabras, palabras y palabras. Todo para construir un ácido, muy ácido, retrato de una Italia envenenada, llena de castas, como una India cualquiera, pero con un espacio, no muy grande, para intentar algo. El amor, que decían aquellas dependientas en una película de Claude Chabrol.

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