Volt, de Alan Heatchcock (Dirty Works) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Alan Heatchcock | Volt

Parte de la literatura americana ha crecido amamantada por la fuerza de sus entornos naturales, hasta tal punto que es imposible imaginar la obra de William Faulkner sin la influencia de la luz del Sur o la de Daniel Woodrell sin el paisaje devastador de las montañas Ozark. Los pantanos, las marismas, las grandes heladas, la nieve o el calor intenso que cae a plomo sobre las canteras abandonadas. En Volt, la primera obra de Alan Heathcock traducida al castellano, el espacio es tan importante como los personajes. Ese ficticio Krafton que su autor delimita a través de campos de cosecha, riadas torrenciales, montañas calcinadas y nevadas terribles. Que, de alguna manera, condiciona la vida de sus protagonistas, como una respuesta natural a la agonía que cada uno de ellos sufre en silencio. En soledad. Frente a ese vacío, surcado por una violencia insoslayable, del que no pueden escapar. En el que, lentamente, larvan su dolor. Su resignación. Su locura.

Padres e hijos, familias desestructuradas, hombres y mujeres acosados por el pecado y por una redención imposible. Por los fantasmas de un pasado que nunca se aleja completamente o por la dificultad de lidiar con un presente hostil. Heathcock abre en canal el retrato de familia para colocarse del lado de los desarraigados, de los locos y los abandonados que viven como pueden mientras cargan con su tristeza. A través de largos via crucis que son, en realidad, descensos a los infiernos interiores. Los de un Pastor que ha perdido la capacidad de guiar a su rebaño de feligreses tras la muerte de su hijo en Irak o los de un granjero aterrorizado por el accidente que acabó con la vida de su hijo pequeño. Los de la Sheriff que no reúne el cuajo suficiente para enfrentarse al Mal, a todo lo terrible del mundo, y hace lo que puede para ocultar su debilidad ante los demás. O los de una madre y su hija cuyo pequeño microcosmos se hace añicos ante la enfermedad de la matriarca y la soledad que su ausencia instala en el hogar.

Heathcock aborda cada relato con una mezcla de distancia y ternura, que se palpa en el detallismo que concede a la descripción de cada paisaje, a las costumbres del lugar (en los que el lector siempre puede pensar que ha dejado su huella), y en la severidad con la que narra los conflictos morales que atenazan a sus criaturas. Dolores de una intensidad cósmica, que ni la distancia más remota consigue alejar puesto que están pegados a las entrañas, como un tumor que se extiende sin que se puedan combatir sus efectos. De ahí que, historia a historia, Volt se tiña de una desesperación que no deja lugar a la bondad, al triunfo del bien sobre todas las cosas. Solo a esa sensación de aguantar que notamos cada vez que la vida nos pone a prueba. En la que el peso de aquellas figuras desaparecidas dobla la espalda hasta convertirse en un verdadero suplicio. Así como también las muertes secretas con las que carga la conciencia. Las mentiras, los secretos y los brotes de soledad que apartan a sus protagonistas de cualquier asidero vital. De toda redención moral. Porque es una tristeza que se conduce en solitario, como el protagonista de De permiso durante el largo paseo en ese largo paseo en el que trata de luchar contra sus tribulaciones mentales antes de claudicar y ceder al peso de la sangre. O como ese pueblo desierto en el que concluye Fort Apache, territorio arrasado que plasma con inigualable dureza las expectativas de futuro de sus personajes.

En Volt se echa de menos la seguridad que nos proporcionan las cosas; el hogar, el trabajo o la familia. El dinero, los proyectos, la sensación de echar raíces en un terreno y poder, así, experimentar ese sentimiento de propiedad. Heathcock se enfrenta a los grandes traumas que arrastran a una parte de la sociedad hacia el abismo: la falta de arraigo, la muerte en la familia y los indestructibles vínculos sanguíneos que determinan el futuro de las generaciones venideras. O cómo la violencia engendra violencia y la vida es un largo y penoso aprendizaje del dolor. Y, sin embargo, resulta conmovedor el retrato de la paternidad que traza en Humo o, en modo relámpago, en Los renacidos. La pérdida, la distancia que interponemos con los demás para evitar contagiarles con nuestro dolor. La destrucción de aquello que amamos porque resulta insoportable convivir con ese vacío que nos aplasta el pecho. La derrota constante. Cortante. Abrasadora. Todo aquello que su autor encapsula en imágenes tan poderosas como la del padre malherido que se derrumba ante un hijo al que nunca ha conocido lo suficiente, o la de la madre de un clan salvaje vindicando la rabia y la violencia como el pegamento que ha unido para siempre a su familia.

La escritura de Heathcock posee brío para describir los entornos en los que sus personajes se dejan morir y filo a la hora de evaluar las diferentes consideraciones morales que entrañan sus acciones. Esos golpes al corazón que desatan, casi súbitamente, la violencia más descarnada. En Volt no hay sitio para la voz de Dios, solo para el temor que despierta en unas criaturas demasiado ciegas, demasiado perdidas, que saben a ciencia cierta que nunca más podrán regresar a casa. Y es que son estos relatos de pérdidas, de desapariciones, de heridas y dolores, de tristezas infinitas condensadas en los ambientes más deshabitados de la geografía americana. Entre postes de tendidos eléctricos, caminos embarrados, desiertos de piedra caliza y maizales convertidos en laberintos. Espacios, todos ellos, que diluyen la identidad de sus protagonistas para amplificar ese dolor que los ha hecho prisioneros. Del que, en verdad, no pueden escapar porque forma parte de ellos. Como el aire que respiran en un mundo sin olvido ni perdón.

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