El prisionero del Cáucaso, de Vladimir Makanin (Acantilado) | por Ferdinand Jacquemort

A Librosestas alturas me resulta algo difícil sorprenderme con una escritura, que no ya con un libro o una historia. No es que haya leído tanto como para creer conocerlo todo y de lo más que puedo presumir es de mi ignorancia (que es inmensa). Sin embargo, al tener entres mis manos este libro, El prisionero del Cáucaso, del ruso Vladimir Makanin, al leer sus primeras líneas y luego aún más, las siguientes, los primeros párrafos, había algo que atraía poderosamente: sus paréntesis (y hay que leerlo para entenderlo). Si Céline se presumía inventor de una sola cosa en este mundo (¡pero qué cosa!), Makanin puede presumir de haberle dado al paréntesis una entidad propia, un cuerpo, un peso. ¿Y luego?

Luego están los perdedores. El prisionero del Cáucaso reúne a un puñado de ellos. Quizás no todos son conscientes de serlo. Como señala Panov en un momento de su relato, pensamos en lo hermosos que son los dramas en el cine y lo feos que son en la vida. Y sí, es así. A través de cuatro relatos, nos movemos entre la guerra de Chechenia y las pulsiones (homo)sexuales de dos seres enfrentados pero turbadoramente atraídos, tratado todo de la manera más sutil, entre la ironía de los días en aquellas montañas (¿se puede hablar de ironía en este tipo de tragedias?). Del absurdo de la existencia (una existencia a la búsqueda de un sentido) da razón el segundo de los relatos, en el que en un gulag los presos se dedican a tallar una letra A en una roca próxima, mientras van muriendo lentamente de cualquier cosa: perros, locura, muertes innaturales. Entretanto, la Unión Soviética se descompone, las palabras se olvidan, los días pasan, los años, y al final, todo, absolutamente todo, se derrumba, y solo queda certificar ese hundimiento de la manera más natural. Frente a aquellos líderes (oficiales o consentidos), El antilíder, otro de los relatos, nos cuenta la historia de un hombre incapaz de sobrevivir a los instintos que le llevan a acabar a puñetazos, ante la desesperación de su mujer, con todo aquellos nuevos y viejos líderes que la nueva sociedad rusa va creando a su paso, personajes ostentosos, vacíos unas veces, peligrosos otras, manía que le llevará, en su coherencia, al peor de los mundos posibles.

Finalmente, Makanin se reserva su prosa  y sus paréntesis para hablar de un escritor al que siempre censuró sus obras la mujer que le amaba (él no tanto) y apreciaba su obra, una mujer que aún le sigue queriendo, cuando ella no es apenas nadie ya (una madame en una casa de jóvenes putas exigentes) y el escritor es aún menos, presentador de un programa gracias a motivos nada gloriosos (que él desconoce), y cuya única obsesión es acostarse gratis con alguna de aquellas jóvenes putas exigentes, al final da igual cual, aunque solo sea porque sale en televisión. Historia de desamor (de la gente entre sí, de Rusia por todos), “Un cuento logrado de amor” se convierte en el cierre perfecto de un libro necesario, hermoso y, tenemos la amarga sensación, justo.

 

Los mendigos, de Louis-René des Fôrets (Alfaguara) | por Óscar Brox

ULibrosno de los puntos de encuentro entre los más destacados representantes de la literatura francesa contemporánea radica en la obsesiva precisión a la hora de relatar el atasco que precipita la desaparición de una comunidad y sus costumbres. Con un ojo puesto en la obra poética de François Villon, Pascal Quignard hacía de Las nieves de antaño el canto fúnebre de esas pequeñas sociedades rurales de entreguerras atrapadas entre una tradición moribunda y un presente marcado por la ocupación extranjera; sociedades carentes de herramientas para definir una identidad cultural propia, ahogadas en el éxtasis de sus recuerdos. Louis-René des Fôrets, escritor secreto, concluye Los mendigos, su primera y última novela, en 1943, a caballo entre la guerra y la resistencia. En ella, des Fôrets describe con una intensidad abrasiva, como si se tratase de un ensayo sobre las bajas pasiones, el relato de dos grupos de contrabandistas: el de los adultos y el de los niños. En apenas dos movimientos, que comprenden un accidente en el grupo de los niños y una delación entre el grupo de los adultos, des Fôrets despliega un mosaico de personajes, miradas, reflexiones y deseos que, uno tras otro, elaboran pacientemente el clima de brutalidad que define a la condición humana de ese determinado momento de la Historia. Por momentos, la prosa exigente de su autor parece arremolinarse en torno al carácter indómito de Sani, el líder de la banda infantil, de la violencia con que rechaza subordinarse a quien no es más fuerte que él; en otros, perseguimos la sombra del amor de Fred, que lucha por evitar que acabe contaminado por la sordidez moral que corroe todo a su alrededor. Ambas son luchas de poderes, que pelean por huir de un presente monstruoso condenado a acabar con ellos; que buscan naufragar en mitad de esa gloria eterna que concede la conquista (del amor, del liderazgo de la banda criminal, de la ley del más fuerte). Y des Fôrets se aplica de tal manera en su relato que, antes de sucumbir a la dominación, prefiere la muerte en pleno éxtasis. O el olvido de la Historia.


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