Arraianos

En un pasaje de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust escribe que recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante. Esa clase de transformación, que opera fundamentalmente en nuestra memoria emocional, gravita en cada plano de Arraianos. Tras la cámara, Eloy Enciso desmenuza una realidad, en la frontera entre la tradición y el presente, a partir de los elementos que la componen. Así, el paisaje se construye desde el sonido de las ramitas quebradas mientras caminamos por el bosque gallego; por la cadencia y el ritmo con el que dos hombres cortan leña; por el rocío de la mañana que se derrama entre el follaje; o por el paseo nocturno del ganado hacia la zona de pastura. Desde lo sensorial, Enciso desarrolla pacientemente unas costumbres que, ante todo, perviven aisladas de cualquier invasión contemporánea. En el mundo de Arraianos, toda imagen despliega un sentimiento de pertenencia, de familiaridad, que da viva cuenta de una cultura que resiste al tiempo.

ArraianosComo sucedía en Nana, de Valérie Massadian, cada escena retrata individualmente una parte de esa cultura. Cada gesto, cada práctica -la del agricultor o la del granjero-, adquieren otro relieve. El plano largo sostenido por la cámara, que no cesa de registrar las acciones, nos enseña una tradición que solo puede continuar a través de la transmisión. He ahí la importancia de cada acercamiento, la casi ausencia de diálogos, como si la escena encapsulase un aprendizaje que las palabras no pueden capturar con tanta precisión. Aprendizaje y enseñanza, sí, pero también el ofrecimiento de otra manera de ver, de penetrar en otro mundo que se mueve, actúa, reflexiona en una velocidad diferente. Sin perder de vista lo que cuenta, Arraianos nos sumerge en el claro de un bosque, en el pozo de aguas heladas que sirve de abrevadero para los caballos, en la cortina de niebla que flota sobre los castaños. Enciso filma cada momento con un mimo especial, el mismo que demuestra el filme con su selección de sonidos, consciente de que esos instantes narran un paisaje al borde del eclipse.

Aunque en el filme lo sensorial funciona como palanca para describir el lugar y su contexto, su vindicación de una identidad cultural arraigada desempeña un rol central. Así, la cámara filma, con la misma pasión con que retrata la naturaleza, los rostros ancianos cuyos surcos y hendiduras descubren las raíces culturales del lugar. Los rostros, sí, pero también las manos. La acción, ya sea el parto de un animal o el cultivo del huerto; manos gastadas, venosas, que dibujan a través del trabajo una vida rural. Ante esas imágenes, Enciso opone los diálogos de dos hermanas -socráticos en el contenido, distanciados en la forma-, que puntúan estratégicamente aquellos problemas que trae consigo la inevitable superación de un estilo de vida. Mientras el mito -el personaje de Baqueano o los cuentos de Pitipín- declina ante la modernidad, como un sueño que tarde o temprano acabará convertido en relato oral, los vastos paisajes naturales del lugar sirven de manto y cobijo de una cultura que ha erigido su propio ecosistema.

Arraianos

Lo hermoso de Arraianos se encuentra en su manera de hilar la identidad del lugar a través de sus tradiciones. Como en un mapa tridimensional, casi podemos notar el calor de la lumbre donde se guisa el puchero, el color de las mejillas tras recibir el primer bofetón de aire helado de la mañana, la lágrima que no acaba de decidir si brotar o no mientras suena el acordeón que acompaña a una canción popular, el tacto de la resina que muere al final del tronco. Singularidades, todas ellas, que conforman un espacio y una cultura, unos ritos y una manera de ver el mundo. Siempre llega un punto en el que, temblorosa, nuestra memoria comienza a vacilar en sus recuerdos y precipita esa sensación, más bien melancólica, por la que echamos de menos determinados instantes. Lo bonito de Arraianos es que, ante cualquier arrebato nostálgico, esculpe un tiempo en el que esa minúscula zona entre Galicia y Portugal tiene su razón de ser. Y Enciso, en definitiva, documenta la zona con el mismo afán emocional con el que Tarkovski se acercaba a los bosques de su infancia. Con el espíritu de mantener con vida un territorio, un mundo, un sentimiento cuyo diámetro no puede abarcar simplemente los límites de nuestros recuerdos. Esa es la vindicación que palpita tras las imágenes de este paisaje narrado, donde aún no ha llegado el momento de echar algo de menos. Está vivo.


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