La repetición es uno de los aspectos más difíciles de enjuiciar dentro de un proceso creativo. Lo que funciona una vez no tiene por qué hacerlo siempre, lo que suscita el aplauso puede generar también el rechazo. Sin embargo, no hay otro medio como el cinematográfico que cuestione con tanta rabia las trazas de estilo de un cineasta. O, mejor dicho, que se atreva a aventurar si la repetición puede convertirse en estilo o ser para siempre repetición. Puede que a Hélène Cattet y Bruno Forzani les asaltase la pregunta tras el éxito cosechado con Amer, donde las constantes formales y temáticas del giallo se proyectaban hacia un universo sensorial construido con cada detalle y cada sonido. Puede, seguramente, que esa duda les resultase apasionante, que les animase a trabajar con todo su empeño la identificación con un estilo. Un viaje en una sola dirección, deseoso de llegar hasta lo más profundo, hasta exprimir todo lo que pueda dar de sí una imagen.

A diferencia de Amer, L’etrange couleur des larmes de ton corps es una película más compleja, más frágil y quebradiza. Lo que en aquella guardaba una cadencia más pausada y contemplativa, en esta observa un cúmulo de situaciones cada vez más fragmentarias, que comprimen el síndrome de Stendhal que alimenta a sus imágenes en cada escena. La desaparición de la mujer y la consiguiente pesquisa del marido por conocer su paradero es el débil pretexto que ambos directores toman para unir cada paso, pues este es un filme cuyo protagonismo hay que buscarlo en cada bocanada de aire que roza nuestro oído, cada murmullo y cada vena que sobresale, en pleno espasmo, en la piel, cada arma blanca que acaricia un seno o cada guante de cuero que encuentra cobijo en las manos del ejecutor, cada foco que ilumina agresivamente los cuerpos de sus protagonistas y cada brazo que aprisiona, entre el placer y el dolor, la carne y el sexo. Una película obligadamente dispersa, a menudo extenuante, construida como una exposición de naturalezas muertas y una colección de sonidos concretos, como un catálogo que muestra cada una de las ramificaciones del deseo, sus anhelos y también sus malentendidos. Por eso, uno debería leer la película con la misma vehemencia con la que se construyen sus imágenes: tan terrible y hermosa. A medio camino entre la vela y el sueño, entre el placer que multiplica sus encantos y el espanto del festival de excesos que riega cada fotograma. Perderse, con la misma vehemencia, en una espiral de sensaciones sin final ni principio. En el puro arrebato que, de tanto en tanto, el cine consigue reanimar.

Cada día parece que el mundo vaya a acabar, exhausto y vencido, sin posibilidad para cobijar una nueva ficción, otra realidad dentro de la realidad, que aporte cierto sentido a esas vidas minúsculas que hacen su guerra en los márgenes de la sociedad. Pensamos demasiado en la derrota hasta hacer de ella una palabra más dentro del repertorio, un gesto o un mohín de disgusto, que aplaca cualquier posibilidad de revertirla. Y lo único que conseguimos es que el Arte y las emociones precisen de respiración artificial, como las ideas y los ideales, porque todo a su alrededor languidece tan rápido que, en apenas un parpadeo, deja de tener relieve. Porque no aceptamos desafíos, no creamos (ni creemos en) compromisos y la poca confianza que nos queda acaba embalsamada en programas y gestos agotados, sin estímulo ni ilusión. Anders Rønnow Klarlund es uno de esos cineastas de estirpe, de dogma y pasión, de llevar al límite sus postulados porque de otra manera una película no sirve de nada; porque para combatir las imágenes mediocres hace falta parir imágenes aún más poderosas.

The Secret Society of Fine Arts | Anders Rønnow Klarlund

The Secret Society of Fine Arts tiene algo de manifiesto, de melancolía y de vitalidad. Habla de acciones, de gestos y poesía con unas escenas permanentemente congeladas, animadas en su tratamiento visual, de una belleza verdaderamente dolorosa (como si el tiempo solo fuese capaz de embalsamar, nunca vivir, cada momento de belleza, único y esquivo, de nuestro mundo). Habla de lo que hemos perdido y no podemos recuperar, del entusiasmo y la ignorancia juvenil, de la decepción tras la revolución y de ese último momento, cuando el mundo acaba, en el que tratamos de mantener la coherencia con nuestros actos. Habla de su director, del tiempo invertido en crear una obra, de ese sentimiento fugaz que alumbra una historia y que se desvanece al rato; de la búsqueda creativa y la indiferencia; de las emociones frágiles y de la dificultad de seguir confiando en el poder del cine. De creer en el cine y, por extensión, en el arte cuando todo está perdido. De poner toda la vida en ello para esperar un mañana brillante, aunque el fulgor lo cause una explosión. Un final, un fundido a negro. El precio a pagar por revivir las imágenes, por reanimarlas y liberarlas de ese flujo mortecino en el que estaban atrapadas. El precio a pagar por defender un estilo donde siempre se produce una repetición.


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