Ross McElweeFilmaciones caseras. Un nene subido a una tabla intenta barrenar sobre la nieve. Se resbala, se cae. Voz en off. Habla un hombre. “Por lo general, a Mariah y a Adrian les gustaba que los grabaran”. Pero ya no. Los chicos crecieron, las cosas cambiaron. La relación padre-hijo se enfrió y Ross McElwee (el padre, el documentalista) emprende un viaje para tratar de entenderse a sí mismo.

El destino es Saint-Quay-Portrieux, una comuna francesa de techos bajos a la orilla del mar. ¿Cómo mostrar ese lugar donde vivió cuando era joven? ¿Cómo capturar los recuerdos, si ya no somos los de antes? ¿Cómo investigar el pasado sin quedar presos de la nostalgia?

El cielo lo consume todo. La cámara límpida, directa, le permite al pueblo contar la historia. No una historia colectiva, sino una subjetiva, mínima, compuesta de relaciones fuertes y fugaces que ocurrieron cuarenta años atrás. Arquitecturas antiguas, bares, iglesias. Nos volvemos detectives del pasado de McElwee, buscando entre fotos y palabras a las personas que marcaron su juventud.

Los momentos nos cifran. Solemos descubrir esto tarde, cuando ya el tiempo encapsuló todo. A veces podemos, sin embargo, establecer un vínculo, agarrar la lupa, correr detrás de nosotros mismos.

“He cometido errores, muchos errores, al intentar proteger a mi hijo de sí mismo”. Aprendemos. El cielo plomizo del final es el espejo que nos obliga. La sombra del padre filmando al hijo mientras corre por la playa. El lazo familiar se va reconstruyendo a través de conversaciones con desconocidos, puestos de frutas callejeros, fotografías de casamientos ajenos.

Sobre nuestras pieles está impreso un mapa viejo, los caminos embrujados, las fotos que salieron mal, “el puro agotamiento de tanto trabajo y tanto hacer el amor”. Cómo unir los fragmentos, revivir a los muertos, redescubrirnos. Cómo abrazar a nuestros padres, a nuestros hijos.

Los lugares siguen ahí. Las miradas en blanco y negro, la tecnología que abre preguntas. Algunas cosas se mantienen: amores, incertidumbres, proyectos. “Según Maurice, el tiempo desgasta una foto de modo misterioso. La erosiona hasta que el contexto desaparece, se borra”.

Cajas con cartas. Memoria fotográfica. Siglos condensados en esos árboles, molinos, cruces, castillos. ¿Cuándo empezamos a hacer las cosas que hoy amamos?

McElwee historiza su relación con las cámaras y nos enamora de un pueblo que, sin renegar de los avances tecnológicos, se conserva en un estado de gracia milenario. “¿Dónde están las fotos? ¿Qué fue de la película? La película de 16 mm. que podés agarrar con la mano. Trabajar con película tenía algo maravilloso. Su calidez, su luminosidad”. La imagen de su hijo Adrian, pequeño, jugando con arena, es devorada en una milésima de segundo por toda la luz cegadora de la memoria.

Y los lugares siguen ahí.


1 thought on “ Salir a buscar. Las marcas dejadas por Memoria fotográfica, de Ross McElwee, por Álvaro Bretal ”

  1. Un precioso film, que nos revela infinidad de aspectos personales que tenemos en común con Ross Mc Elwee.(Esas imágenes de nuestros hijos, que seguimos cultivando, mas allá de las apariencias ) Un excelente narrador, que va poco a poco dejando sus señales, para finalmente llevarnos al encuentro de Maurice, y de aquella primera relación sentimental que ha quedado prendida en la memoria por mucho mas que un hilo. Luego tiene ese clima tan íntimo, y tan trascendente. Nos gustó y nos motivó, por eso llegamos hasta aquí. Cordiales saludos.

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