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Apollinairen minúsculo apartamento en Le Marais. Un callejón sin salida. Un hombre que grita en un patio interior, amenaza a otro con los ojos torvos. La puerta roja, el cerrojo doble. Insectos entre las baldosas.

París. La sombra del París leído, del París torpemente descifrado en los libros. Del candor provinciano a la mezquindad del Lucien de Rubempré de Balzac a las voces anónimas de la rue Christine de Apollinaire. De la buena vida de Ernst Hemingway a los malos sueños de Marguerite Duras. De la ironía de Djuna Barnes a la orfandad en los diarios de Alejandra Pizarnik. De los pasajes de Walter Benjamin al espejo desventrado de Antonin Artaud. Rimbaud insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Jules Vallès insolentemente joven, pobre y maldiciente en París.  Las correspondencias no establecidas entre ellos. Raymond Radiguet muriéndose en París. Danielle Collobert suicidándose en París. Sade en la Bastille. Las piedras de la Bastille en el puente de la Concorde. La guillotina ausente. Ver ahora en el suelo limpio de la plaza, entre la gente que acude en masa a los bares, los restos de la sangre derramada.

París. Juliette Binoche y sus nudillos cortados contra un muro en Bleu, de Kieslowski. La sensacion física del corte en mis nudillos. Anna Galiena en Le mari de la coiffeuse, lanzándose a un río que siempre creí el Sena. El frío intestino del agua verde. El París del Hotel du Nord de Marcel Carné. De las mujeres perdidas de Germaine Dulac. Las galanterías de Le plaisir de Max Ophüls, estacionadas en la misma orilla que la locura de Maupassant.

París era una palabra hasta que fue una habitación en Le Marais. Hasta que fue una pequeña mujer rumana en el Quai Voltaire, intentando estafar a los turistas con un anillo de oro falso. Hasta que fue mi cuerpo medio enfermo de resaca, tendido en la cama, o un perro negro que se nos acercó dando saltos, ladrando, mordiendo todo nuestro asombro, las ganas de sumergirnos en la ciudad inmensa, devuelta por los otros, apenas sospechada.


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