Francisca Pageo | Para decir que la noche viene

Francisca Pageo

1. Me gusta eso que dice Luis Antonio de Villena cuando afirma que Cernuda amaba la galaxia de la soledad  y que nunca renegó de ella. Me gusta eso de la galaxia de la soledad.  Imagino a Cernuda vistiendo un traje espacial, al borde de la ingravidez, vagando a la deriva en el espacio, y me viene por alguna razón que desconozco la melancolía de la letra de aquella canción de Antònia Font, Batiscafo Katiuskas. Son extrañas las relaciones, estas cadenas asociativas que onda a onda  se convierten en estructuras resonantes dentro de mi cabeza.  Me digo que así como les sucede a los astronautas en sus viajes espaciales, el submarinista desciende al fondo de los mares, que es igualmente un planeta desconocido donde tampoco hay gravedad. Me digo que ambos levitan en una inmensidad oscura y silenciosa que es a veces la soledad y pienso en aquel libro de Jonathan Lethem.

2. Me gusta ese libro y el título de ese libro que, pasado el tiempo, terminaría siendo el nombre también de un disco de Parade. La fortaleza de la soledad es un disco más que bello: fascinante.  Me gusta que la fortaleza de la soledad sea también la ciudadela secreta de Superman, una especie de segunda residencia que se apaña Clark Kent cuando deja de ser Clark Kent. Algo así como la casa de la playa pero en el Ártico. Cosas de superhéroes, digo yo.

3. Me digo, entonces, que quizá la fortaleza de la soledad es también aquella habitación con una cama, un pequeño escritorio y un jardín tras la ventana en la que pasó Emily Dickinson la mayor parte de su vida. Podría estar más sola sin mi soledad, dice en uno de sus poemas. Sigilosa e invisible, Dickinson vivió siempre en la misma casa en la que había nacido. Escribió a la sombra de ella misma, como quien se queda tras de sí para no desaparecer, como quien teje y se desteje todo el tiempo, incansablemente. Quien no sepa encontrar belleza en ese construir y destruir que es también la escritura, Emily Dickinson no le gustará. No publicó un solo libro en vida, pero en su encierro voluntario en la habitación de su casa en Amherst, construyó una de las obras más sólidas de la literatura universal.

4. Esta tarde leo a Emily Dickinson en aquel libro tan bello que Nórdica publicó hace un tiempo y que en unos días regalaré a S. por su cumpleaños. El viento comenzó a mecer la hierba. Me gustan las palabras que Juan Marqués dedica a la obra de Dickinson en el texto de presentación del libro. Me gusta que Enrique Goicolea, traductor especializado en la obra de la poeta, afirme que mientras Whitman nos muestra una escritura diurna, Dickinson nos revela otra nocturna. En alguna parte he  leído que Ernesto Sábato decía que la escritura diurna intenta entender el mundo, quiere dar sentido a las cosas, expresar una percepción de la realidad. En la escritura nocturna, sin embargo, el escritor se enfrenta con algo de sí mismo, algo de sí mismo que desconoce, rostros de lo real que le revelan epifanías que hasta el momento ignoraba.  La escritura en Emily Dickinson tropieza frente a frente con su yo disidente, hace que en ella se insinúe un componente nocturno. Esta tarde leo algunos de sus poemas para decir que la noche viene, para decir que la noche cae y me conmueve pensar que alguien haya sabido extraer en un espacio de dimensiones tan breves como una habitación el material necesario para crear un universo poético que no se agota nunca.


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