A menudo me pregunto si el cine puede describir la felicidad, expresar la alegría con el mismo descaro con que nos asalta en nuestras vidas. Sé que Chris Marker capturó, al comienzo de Sans Soleil, las imágenes de unos niños en una pequeña localidad islandesa que, a sus ojos, definían aquello en lo que consiste la felicidad. Hace tiempo que quería escribirte, desde que vi Reminiscencias de un viaje a Lituania, de Jonas Mekas, y volví a encontrar la alegría impresa en unos fotogramas. Tras una serie de parpadeos que narraban su regreso a casa, Mekas saltaba de escenario y relataba su visita al cineasta Peter Kubelka. Por algún motivo, aquel salto, un corte abrupto en la continuidad del relato que se iniciaba con una música estruendosa, me pareció el mejor símbolo para cazar esa alegría fugitiva. Quizá porque siempre creo que uno nunca puede sentirse feliz cuando recuerda, sino cuando puede vivir. Por eso siempre he pensado que Godard supo plasmar la felicidad en aquel viaje en coche en Pierrot le fou. Mientras su relación con Anna Karina comenzaba a naufragar definitivamente, la cámara no podía dejar de filmarla con la melena al aire, con la música de Vivaldi repitiéndose una y otra vez en la banda sonora, consciente de que interrumpir esa escena equivaldría a perder irremediablemente una alegría que intuía cosa del pasado.

La felicidad es otra manera de representar la ausencia de distancia. En El espejo, de Andrei Tarkovski, hay un minúsculo bloque central que explica la nostalgia de los niños españoles emigrados a Rusia. Ante esa escena, que describe una pérdida de lengua y de pertenencia, Tarkovski encaja la siguiente: Ignat, el hijo, hojea un libro de Historia del Arte deteniéndose en sus fotografías -creo que la recuerdo tan bien porque de pequeño hacía lo mismo con los libros ilustrados. El plano corta a una imagen de la madre, Natalya, a su pelo color miel bañado por la luz del sol que entra por las ventanas del piso. To the wonderLa cámara se desliza para mostrar en la habitación contigua a Ignat, que camina a su encuentro. A través de esa miniatura construida a partir de dos planos, siento que Tarkovski halló aquello que los protagonistas de su anterior historia habían perdido: la falta de distancia, la felicidad de tener ese lugar donde encontrarnos.

Hace unos días, después de ver To the Wonder, de Terrence Malick, pensé que era un buen momento para escribir sobre la felicidad. Al salir del cine recordaba cómo su trabajo de iluminación me había transportado hacia unos atardeceres que, todavía no sé bien por qué, asocio a mi infancia. Pero, por encima de todo, quería escribir porque me pareció una película sobre la búsqueda incansable de ese sentimiento. Mientras la veía pensaba en la emoción de William Harvey cuando describió la circulación de la corriente sanguínea a través del cuerpo, en aquellos historiadores de la naturaleza que inventaron palabras para definir cada cosa. Todo ello aplicado a nuestra vida interior, como si cada parpadeo de la película repasase y concentrase un rincón de nosotros mismos. Pensé en esos primeros minutos en Lyon, donde los personajes pasean, observan y acarician la hierba del jardín, tocan las columnas de un edificio y contemplan las ondas que deja un pequeño barco a su paso por el río. Pensé que, simplemente, plasmaban la vida sin orden ni concierto; sin la voluntad de narrar, sino de recoger y recorrer cada palmo de nuestras experiencias y volcarlo tal cual. La manera en que el tiempo pasa sin que reparemos en ello.

Esta última definición se ajusta a lo que entiendo por felicidad, a lo que busco en el cine cada vez que veo una película. Por eso entiendo que Godard quisiese secuestrar esa pequeña escena de su película antes de perderla en el montaje. Por eso, también, quedé impresionado al leer un relato de Marguerite Duras que desplegaba su polifonía de voces y acontecimientos en el modesto espacio de la terraza de una cafetería junto al embarcadero. Hay en esos gestos un deseo de preservar, de contemplar sin caer en el detalle estetizante, en la parálisis de la memoria que reserva su melancolía para hablar de nuestros recuerdos. Por eso, en fin, quería escribirte para explicarte que, ante todo, volví a ser feliz, a recuperar ese sentimiento de tiempo suspendido en el que la vida sucede sin que estemos pendientes de cazar cada uno de los detalles que forman parte de ella, solo de vivirlos.


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