Sedientos (Las Naves, Valencia.13 y 14 de junio de 2016) Una producción de La ferroviaria | por Óscar Brox

La ferroviaria | Sedientos

Con los textos de Wajdi Mouawad uno siempre tiene la sensación de que es imposible no dejarse llevar por la intensidad con la que están escritos, por esa fuerza con la que sacuden los cimientos, sobre todo morales, del lector. Es una cuestión de actitud, diríamos. De, como sucede en Sedientos, abrir en canal los anhelos y las promesas de juventud para, a partir de estos, escrutar en qué nos hemos convertido. O en qué quisimos convertirnos. O qué no pudimos llegar a ser, quizá porque no nos esforzamos en intentarlo. Todo ese remolino de hormonas, deseos e instantes que cuajan en una pregunta: ¿qué significa estar vivo?

La Ferroviaria, sin duda, ha volcado todas sus posibilidades escénicas a la hora de adaptar la obra de Mouawad, en busca de esa reacción, digamos, volcánica, que sentimos cada vez que miramos en lo más profundo de uno mismo. De ahí que Sedientos combine la expresión corporal, la música en directo y el teatro en un mismo espacio, como elementos afines a la hora de penetrar en las emociones descritas por el autor libanés. Para dejar que el público siga con la mirada ese relato a dos voces, pasado y presente, que entreteje los destinos de Murdock y Boon, la juventud y la madurez, el esplendor, la rabia y la amargura de una vida demasiado difícil de conducir.

Una sala de autopsias constituye la frontera entre esos dos momentos, esas dos edades que Mouawad abrirá en canal en su texto. De un lado, Boon y sus recuerdos de una adolescencia complicada, titubeante, en la que la fuerza creativa del mundo poético que larvaba en su interior no fue suficiente para vencer la frustración a la hora de expresar sus sentimientos. Del otro, Murdock, muchacho indómito, joven salvaje atenazado por miles de preguntas, que no deja de cuestionarse qué significa vivir en un mundo triturado por las imposiciones, los plazos cortos y la mediocridad del día a día. Paco Macià y su equipo de la Ferroviaria recurren a la música, al músculo, al movimiento continuo en aras de capturar ese sentimiento de fragilidad que lleva a sus criaturas a no saber a qué mundo pertenecen; a buscar, incansablemente, otro espacio, más familiar, por el que moverse. A gritar, a desnudarse, a contorsionar el cuerpo para encontrar esa pizca de vida que no son capaces de detectar a su alrededor.

En su esforzada puesta en escena, Sedientos exhibe la necesidad de conectar con, cuando no de remover, la sensibilidad de un espectador al que las tribulaciones de sus personajes no le deberían ser ajenas. Un espectador al que atacar con cada golpe de batería; al que desorientar cada vez que sus actores se mueven por todo el espacio escénico de Las Naves, galerías incluidas; al que conmover con algunas de las bellísimas imágenes que construyen. Por ejemplo, en ese caminar por el hielo que deviene perfecta metáfora de la juventud quebrada de Boon y Murdock. O en esa Norvège, con su eléctrico pelo verde, cuya voz acompaña, como una especie de respiración artificial, cada paso en falso de sus dos protagonistas. Cada duda. Cada dolor privado que, impúdicamente, hacen público. Que les lleva a subirse por las paredes, a chocar con sus incertidumbres, a estallar una y otra vez. En busca, quizá, de una identificación emocional tantas veces anhelada. Esa que, en definitiva, permita responder la pregunta que atormenta a Murdock cada vez que espera el autobús para ir al instituto: ¿qué significa estar vivo?

Resulta difícil imaginar el impacto de las escenas finales de Sedientos en otro espacio diferente a Las Naves, dada la importancia que puertas y exteriores tienen en el montaje preparado por La Ferroviaria, y que, si cabe aún más, acentúan las dos caras del texto de Mouawad. La luz frente a la oscuridad. La juventud contra la madurez. La memoria recuperada y el tiempo estancado. El éxtasis vital que un lugar abandonado devuelve al regresar a él. Sensaciones, todas ellas, que Macià y su equipo ha evocado con mimo y, sobre todo, con ganas, en busca de esa agitación emocional, volcánica, que describe la adolescencia. Cuya suma de dudas, inquietudes por un futuro algo borroso y fervor por un presente que se devora a bocados, debería bastar para expresar lo que es la vida. Lo que significa estar vivo. En movimiento constante. Sediento por una vida que nunca acaba, por unas ganas de vivir que, irremediablemente, nos llevan al límite. A encontrarnos con todo aquello que siempre quisimos ser pero que, por algún motivo, nunca acabamos de llevar a cabo completamente.  Con todo aquello que siempre quisimos decir, a un hermano,  al ser amado, a ti y a mí, y que por algún motivo siempre acabamos callando. A encontrarnos con todo aquello que siempre, pese a las circunstancias, se mantuvo con vida.

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