Reikiavik (Teatre El Musical, Valencia. 25 y 26 de junio de 2016) Una producción de La Loca de la Casa y Entrecajas | por Óscar Brox

Juan Mayorga | Reikiavik

Lo que me gusta de las novelas biográficas de Jean Echenoz es que nunca tienen la fidelidad como meta, sino una reconstrucción que trate de capturar el aire del personaje; lo que parece filtrarse en las obras legadas a la posteridad, lo que apuntan los pocos testimonios gráficos y lo que los relatos orales han configurado a lo largo del tiempo. Y es tal la precisión narrativa que gasta que resulta difícil asumir que no se trata más que de ficción. Que realmente a Maurice Ravel no le preocupaba hasta la obsesión revisar la llave del gas de su casa antes de partir a una travesía trasatlántica. Que el ritmo sincopado que producían las cañerías del hogar no era, pues, fuente de inspiración para sus acordes musicales. Uno puede pensar en el estilo de Echenoz cuando repasa una obra como Reikiavik porque, a su manera, también Juan Mayorga se acerca a la ficción para retratar la realidad. Para documentar un pedazo de Historia a través del cuerpo de sus actores, del intercambio fluido de personajes que conforman un drama que va más allá de Bobby Fischer y Boris Spaski. De la Guerra Fría y las fricciones geopolíticas entre Estados Unidos y la Rusia soviética. Un drama que habla del Arte, del Genio, de la distancia que parece interponerse y de la complicada relación que mantienen ambos conceptos con las debilidades humanas. Con eso tan frágil, tan volátil, como es la identidad. Lo que somos, quiénes somos, por qué lo somos. O por qué, simplemente, no podemos dejar de serlo.

Reikiavik comienza con un muchacho sin nombre, mientras observa la mesa de ajedrez de un parque. O, tal vez, mientras aguarda a que sus protagonistas entren en la escena; dos personajes anónimos, Bailén y Waterloo, entregados a recrear una y otra vez esa pequeña mitología de la Historia del Siglo XX que comprende el enfrentamiento en Islandia entre Fischer y Spaski. El individualismo contra el colectivismo. El capitalismo frente al comunismo. Mayorga dispone, así, que los dos actores interpreten todos los papeles de ese drama: a ambos ajedrecistas, a su séquito, a su familia y a cada rostro que se cruzó en sus caminos hacia el duelo. Con una intensidad maníaca que, por momentos, recuerda a un combate de boxeo. A un intercambio de puñetazos con la Historia que dibuja, casi a la carrera, el panorama político revuelto de un tiempo sin alianzas, feroz en su competitividad, en el que las grandes potencias anhelaban posicionarse en el trono del mundo.

Tanto César Sarachu como Daniel Albaladejo juegan con sus registros actorales para incorporar a cuantos personajes componen la obra. Sarachu, puro nervio, permanentemente inquieto y en movimiento, a partir de un Bobby Fischer devorado por sus excentricidades, por la mitología fundada en su paranoia y en la travesía solitaria que culminó con su muerte en Islandia. Albaladejo, en cambio, abierto a una figura, la de Spaski, desconocida debido a los pocos detalles biográficos. Constreñida por el afán colectivista de la URSS, incapaz de ceder su rol protagonista a un ajedrecista que, no lo olvidemos, representaba a una potencia. Que era, en su delicada complexión, un símbolo como la hoz y el martillo en la bandera de la patria. Una figura como la del mismo juego, sacrificable si la victoria no se decantaba a favor de la Unión. Y en verdad resulta fascinante ese pulso que lleva a ambos actores de un lugar al otro del escenario, de un papel al siguiente, sin descanso ni freno, como si bastasen sus cuerpos para recrear en cada gesto esa parte de la Historia que una vez tuvo lugar en mitad de la nada. Que, en fin, una vez fue importante. Que, a su manera, definió la identidad de un tiempo. Su mentalidad. El rostro del Siglo XX.

Por encima de todo, Reikiavik es un brillantísimo ensayo sobre la construcción de la Historia, sobre sus interioridades y su intimidad. El diálogo ininterrumpido entre sus personajes es un juego, prácticamente un work in progress para poner en escena ese instante en el que las cosas (los rostros, los nombres, las victorias, los fracasos, las pasiones y las debilidades) llegan a ser lo que son. En el que se configura, o más bien se destila, la Historia que sucedió y quedó grabada, registrada o plasmada, vencida y agotada. Mayorga elige el arte, la dramaturgia, para hacerse eco de ese instante, de aquella pareja de ajedrecistas, del pulso de poder que establecieron partida a partida. Pero la atención, como decíamos de Echenoz, está en los detalles, en las repeticiones, en los lugares comunes que forja con la complicidad de sus tres sobresalientes actores, en la manera de invadir la realidad para buscar su sentido. Para interpretarla. Para capturar las emociones que, mira por dónde, no quedaron escritas en los documentos oficiales. Que, tal vez, ni siquiera existieron. Pero que, sin embargo, Bailén y Waterloo, César Sarachu y Daniel Albaladejo, Mayorga y su equipo artístico, componen con tanta intensidad, con el grado justo de mordacidad y el punto necesario de humanidad, que cuesta no reconocerse en la fragilidad de esas criaturas condenadas a ser parte de la Historia. Malogradas, como tantos personajes de Thomas Bernhard, que Reikiavik rescata entre partidas de ajedrez para contarnos eso que somos. Eso en lo que, poco a poco, nos convertimos. La sustancia que forma nuestra identidad. La identidad que escribe nuestra Historia. Y, finalmente, la Historia que imprime la huella, el rastro que dejaremos al pasar para que, tal vez, otros encuentren en esas pisadas un hilo a partir del cual contar sus propias vidas. Como ese muchacho (voz, cuerpo y curiosidad que pone Elena Rayos en su esforzada composición, como otro personaje que se modula a medida que la obra avanza, entre los golpes de sus protagonistas y los saltos en el tiempo) que atiende a la partida entre Fischer y Spaski, testigo de excepción de un instante irrepetible. Fabuloso. Tan real como la mejor ficción.

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