Puños, de Pauline Peyrade (La uña rota) Traducción de Coto Adánez | por Óscar Brox

Pauline Peyrade | Puños

Yo, Tú, Él. Un pentagrama y un texto dispuesto al ritmo de las pulsaciones. Él, Tú, Yo. Cuatro puntos cardinales y un coro de voces que describen el principio y el final de una relación tóxica. Lo fácil y lo difícil. La mirada del depredador y el lento proceso de la víctima para recuperar su autonomía emocional. En los últimos meses hemos visto unas cuantas muestras de teatro en direcciones parecidas. En Freaks, Anna Jordan reflexiona sobre la percepción de la sexualidad femenina, mientras que en Jauría Jordi Casanovas toma los elementos documentales del caso de La Manada. De la reflexión a la acción. En cierto modo, Puños, el texto dramático de Pauline Peyrade contiene ambas cosas: reflexión y acción. Esto último lo marca el ritmo, la pulsación de las voces que se solapan en el texto. La voz interior y la voz de la protagonista; la voz de esa intimidad violada y la voz del dolor; la voz que vuelve una y otra vez al mismo punto y la voz que trata de fraguar un futuro diferente.

Puños se puede leer como un texto en el que entrechocan las palabras, en el que los pensamientos se amontonan impotentes ante una evidencia: la violación, el desprecio o la toxicidad de ese Él que ha subyugado a la protagonista. Primer episodio: una fiesta, pulsaciones disparadas, corderos con piel de lobos, la primera vez que nos vemos y un único imperativo: ¡Baila! Segundo episodio: casi un monólogo interior, la pausa tras el frenesí, el momento para la palabra. Para reconstruir el sexo salvaje construido alrededor de una garganta profunda; para evocar, en un tono poético reducido al absurdo, lo que no deja de ser una violación. De un lado, Peyrade convierte el dinamismo de esa primera escena en una trampa para el lenguaje. Es, casi, un diálogo entrecortado entre las palabras y los pensamientos de su protagonista, entre la razón y el impulso. Del otro, cuando la alternancia entre el Tú y el Yo ya no es imprescindible, lo que revela su monólogo es la convicción de una fragilidad de la que no sabe cómo escapar. Hay un vacío extremo, una sensación de quedar expuesta, una soledad y nada más. El horror, diríamos.

A su manera, Peyrade convierte las voces del texto en una exhibición de violencia. De violencia de género, la de Él, y de angustia, la de Ella, frente a un porvenir que no puede recomponer. No es extraño, pues la dramaturga francesa repite, casi congela, las mismas palabras, los mismos gestos, hasta provocar una desazón de la que no sabemos cómo escapar. Es esa clase de energía, o de intensidad, que nos deja sin fuerzas. Que ataca al pensamiento y la palabra, a lo más fundamental de la expresión, para dejar en evidencia lo vulnerable que es nuestra existencia emocional. Tercera escena: un viaje en coche de vacaciones convertido en la prueba definitiva de un maltratador. Lo que dice Él importa poco; la tensión está en lo que sucede entre Tú y Yo, entre la voz de lo que decimos y la voz de lo que pensamos. En ese terreno más bien emocional en el que las cuitas de la protagonista estallan en pedazos. Aceleradas, encerradas, vulneradas, precisamente, por la impunidad con la que se manifiestan los deseos de Él.

La importancia de Puños radica, entre otros motivos, en su esfuerzo por poner en escena una escisión, la que propicia el diálogo entre Tú y Yo, dos voces que testimonian, que enfrentan, una misma experiencia, una misma realidad, una misma evidencia: la vulnerabilidad y la exposición brutal de su protagonista. Leída así, la obra se mueve con la violencia de un electrocardiograma, entre la digestión de una historia de abusos y la necesidad de resituarse tras la tormenta. De conseguir que ambas voces discurran en paralelo.  Peyrade escribe con contundencia, con precisión y, asimismo, con temor, consciente de esa dificultad para rearmar todo un mundo cuando se ha quebrado hasta en lo más profundo. De ahí, quizá, esa fuerza con la que resuenan las voces dentro del texto. La intensidad con la que cada uno de los momentos vuelve a salir en escena, como si se tratase de un remolino que ha absorbido a su protagonista, del que no puede escapar. De ahí, también, lo fundamental que resulta ese juego de poder entre el Tú y el Yo. Cómo, según la escena, expone o critica o acompaña o compadece, poniendo en evidencia ese lenguaje que la violencia prefiere mantener en silencio. La revuelta frente a la resignación.

En Puños hay una voz, y un cuerpo, en busca de sentido. En pleno proceso de reconstrucción emocional que se fragua en la última escena: en ese regreso casi traumático a un hogar, con la ciudad dividida entre la parte que recuerda a Él y la que no ha quedado contaminada por el pasado. Y en verdad hay algo inquietante, que debería preocuparnos a todos, en la forma en la que Peyrade se acerca al drama. La sensación de que uno avanza por su obra como si faltase el aire, como si fallase la respiración. Inerme, perdido. Expuesto. Preso del ritmo febril con el que se aceleran las pulsaciones. Víctima de esa voz, de esas manos, de ese momento contra el que la protagonista trata de revolverse. De formatear. De conquistar y superar con otras palabras, con otros argumentos o, simplemente, con la recuperación de una voz propia, sin necesidad de que se escinda. De ahí que en ese juego de poder entre Él, Tú y Yo, Peyrade nos pregunte abiertamente cuál es la voz que queda cuando nos quedamos frente al dolor. Cuál es la voz con la que se recompone el presente. Cuál es la voz con la que pensar nuestra identidad emocional. Cuál es la voz de ese Yo herido. Cuál es esa voz.


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