La máquina de la soledad (Teatre el Musical, Valencia. Del 29 al 31 de enero de 2016) Una producción de Oligor y Microscopía. Con Jomi Oligor y Shaday Larios | por Óscar Brox

Oligor y Microscopía | La máquina de la soledad

Escribir ha sido siempre compartir pedacitos de intimidad, fragmentos de uno mismo comprimidos en los pliegos del papel. Por eso, al leer las cartas que enviamos o que recibimos parece inevitable ponerles voz y rostro, incluso movimiento, de tal forma que cuajen en una imagen tridimensional. En el mapa de un lugar y de un tiempo, en el acta de supervivencia de ese lugar, precisamente, ante los cambios y las transformaciones. En ese ejercicio casi mágico que nos dice que recordar es vivir. La máquina de la soledad, el último proyecto teatral de Oligor y Microscopía que ha estrenado El Musical, comienza con una anécdota. La venta frustrada de un paquete de cartas que alguien envió desde Ghana, y que Jomi Oligor encontró en un rastro de la ciudad. El timbre, el papel y las palabras escritas; las voces encapsuladas en pliegos amarilleados por el paso de los años. Las vidas que fueron, tal vez soñadas, cuyo testimonio quedó impreso en aquellas cartas. De África pasamos a México, de aquel paquete encontrado en el rastro a una maleta atiborrada de correspondencia entre dos enamorados. De la fantasía en torno a lo que pudo ser a la realidad que fue.

Cobijados en la parte interior del escenario del teatro, un grupo reducido de espectadores nos sentamos en las pequeñas gradas preparadas. A poquísima distancia, Oligor y Shaday Larios aguardan con su teatro de miniaturas. Apenas unas luces, un ligerísimo foco, acompaña a la historia de Manuel y Elisa, en San Luis de Potosí, México. Su enamoramiento contado a través de las cartas que cruzaron, fajos de dimensiones variables que se extienden sobre la alfombra del escenario. Montañitas que la voz de Oligor transforma en meses, en días, en arrebatos apasionados que llevaban a sus protagonistas a cartearse sin freno. A contarse sus planes rutinarios o a tramar un próximo encuentro más allá de las miradas de sus familias. No importa, Larios y Oligor conducen esa historia de un punto al siguiente, con dinamismo, sencillez y ternura, a través de los minúsculos detalles que han ido recabando, convertidos en piezas de un teatro de autómatas y excentricidades que nos transportan hacia aquel México que rascaba el nuevo siglo.

La máquina de la soledad es viejo teatro en el mejor sentido de la palabra. Aquel que sabe concitar el sentido de la maravilla y el asombro, que con sus diminutas figuritas trabajadas en el atelier construye una gran historia; esa voz que, decíamos al principio, otorga tridimensionalidad a cada palabra escrita. Así, el recorrido de la obra nos traslada por la ciudad de los carteros, el paseo junto a la casa de Elisa y los objetos, perdidos y ahora recuperados, que como miguitas de pan conducen hacia su historia con Manuel. Todo ello, punteado por la música de un viejo tocadiscos, las transiciones entre las piezas separadas del decorado y la luz de linterna, de pantalla y de escritorio que acompaña cada parte de la historia. Que, en definitiva, describe cada lugar como un pedazo de esa memoria congelada en la correspondencia. Con candor e intimidad, como una confidencia escuchada al oído, como un espectáculo de linterna mágica en el que los ojos del público no se despegan del hilo de la narración.

Para Oligor y Microscopía, el teatro es una forma de magia, un espacio en el que los juguetes y los ingenios mecánicos explican (o contienen) las historias de otro tiempo. En el que las postales conservan el recuerdo de ideas disparatadas como el cohete postal cubano y las miniaturas cuentan la historia de los escribanos de Ciudad de México que tecleaban las cartas de otros. Es, por tanto, una experiencia abierta, que requiere del público la voluntad de compartir. No solo las emociones, también aquellas cartas que se han escrito pero que, por algún motivo, nunca se han entregado. En las que no solo el tiempo ha quedado grabado, también las personas. Sus voces, sus sentimientos. Sus vidas. Porque, sobre todo, La máquina de la soledad es una reflexión sobre ese proceso de creación y de identificación. La curiosidad que lleva al reconocimiento. Las vidas ajenas que acaban convertidas en propias, inscritas en las experiencias que han tenido lugar tras el hallazgo de una maleta repleta de cartas. Las cartas de amor que sus artífices transforman en espectáculo teatral.

Como en la prosa de Georges Perec, uno puede encontrar en ese catálogo de cachivaches y palabras la huella fresca de la memoria. De las personas y de su identidad. De aquello que resiste al fuego del tiempo y graba, tal vez para la eternidad, un momento y un lugar. El mérito de la compañía reside en haber parido un espectáculo tan delicado y hermoso, sensible sin ser pedestre, cercano sin necesidad de añadirle almíbar. Que, como el gabinete surrealista de Jan Svankmajer o las animaciones artesanales de Jiri Trnka, nos devuelve una idea casi extinta del papel del arte y las posibilidades de su expresión. Durante poco más de hora y media en la que no solo nos sentimos, de nuevo, niños fascinados ante las historias sorprendentes; también, adultos enfrentados a ese vértigo, tal vez la madurez, en el que se escriben los cambios, los ciclos, las transformaciones y las experiencias. En el que nos contamos la vida, el pasado y los numerosos borrones y tachaduras. Esas que, quién sabe, puede que alguien lea algún día por azar o curiosidad. O para descubrir que recordar es vivir.

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