Tan solo el fin del mundo, de Jean-Luc Lagarce (Dos bigotes) Traducción de Cristina Vinuesa Muñoz | por Óscar Brox

Jean-Luc Lagarce | Tan solo el fin del mundo

Una soledad en medio de los demás. Esta idea, extraída del prólogo de Cristina Vinuesa a la edición de Tan solo el fin del mundo, bien puede describir la tensión que habita en la escritura de Jean-Luc Lagarce. La forma en la que el dramaturgo explora, advierte y comparte esa soledad, buscando en el lector el cobijo y la complicidad necesarios para ahondar en algunas cuestiones delicadas: la vida, la identidad personal, la familia, el amor. Consciente, tal vez, de la dificultad que entraña esa búsqueda; cómo las palabras, los monólogos y las conversaciones entre sus personajes mezclan tiempos y pensamientos interiores, las cosas que dicen y aquellas otras que prefieren callar, lo que temen y lo que, sin embargo, se resisten a perder. El fin, el de la vida de Louis o el de esa familia perdida en sus tribulaciones cotidianas, y la palabra que una y otra vez se interroga por ese instante fatal. Por esa explicación de un regreso a casa demasiado tardío, por ese hijo pródigo que vuelve al hogar para anunciar su muerte… y quizá, también, para reafirmar su decisión de alejarse del nido familiar para así poder vivir.

La escritura de Lagarce, tan tortuosa por momentos y tan firme y directa cuando lo requiere, nos traslada hasta un hogar que ha vivido durante años ajeno a la vida de su hijo mayor. Construido, pues, a sus espaldas, desde esa mezcla de añoranza y resentimiento; de palabras de amor comprimidas en las tarjetas postales enviadas para celebrar los días señalados en el calendario y sensaciones encontradas, fruto de la incomprensión, ante una decisión difícil de tragar. Porque Lagarce no habla tanto de una soledad individual como de una soledad familiar. O así, al menos, retrata a los diferentes miembros de la familia, perdidos en sus largas explicaciones sobre unas costumbres con las que Louis ya no puede conectar. Con esos sobrinos a los que probablemente no conocerá, con los dilemas emocionales de su hermana pequeña, los recuerdos de aquellos domingos al aire libre que repite (para quien los quiera escuchar) la madre, o con la tristeza infinita de un hermano menor que detesta su rol de guardián de los secretos de la familia. De las confesiones, de los problemas, de todo aquello que no funciona y que alguien debe escuchar para permitirnos una sensación de desahogo.

Y eso, el desahogo, parece filtrarse en Tan solo el fin del mundo. Un sentimiento de desnudez, de exploración integral de unos sentimientos que se acumulan entre páginas y escenas, entre la timidez y la rotunda afirmación del estado de su protagonista. Con el miedo a herir, pero también con el temor a dejarse herir. Con ese amor, prácticamente esa ternura, con el que Louis atiende a las explicaciones de su familia, y con la ansiedad que provoca el vértigo de saberse incapaz de revelarles el secreto. Quizá porque cuanto más ahonda en los vínculos que cortó con ellos, más desesperada se le antoja una explicación para la que no va a encontrar las palabras justas. De ahí, pues, que la calma con la que Lagarce enfrenta el peregrinaje de su protagonista por los recuerdos familiares entrañe una reafirmación de las decisiones tomadas. El reconocimiento de una distancia, geográfica y sobre todo emocional, que no va a poder acortar. Pese a la terquedad de Suzanne, la hermana, para actualizar cada año de su vida que no ha pasado junto a ellos. O de su madre, empeñada en construir un escenario casi ceremonioso en el que representar un encuentro que sabe imposible. Sensaciones, estas, que la escritura de Lagarce retuerce a través de sus juegos con los tiempos verbales, describiendo en cada monólogo las reacciones de amor, deseo, rencor y miedo ante el reencuentro anhelado con el hijo perdido.

Siempre que nos preguntamos por el final, lo hacemos en busca de un sentido. De un alivio, tal vez porque arrastramos un sentimiento de culpa. Tan solo el fin del mundo se puede leer en ese registro, puesto que Lagarce lo escribió con la mirada puesta en su cercana muerte, con el recuerdo de una familia ausente en la memoria. Y lo cierto es que leer esta pequeña pieza teatral es lo más cercano a compartir un secreto y, al mismo tiempo, llevar a cabo un análisis de nuestra manera de relacionarnos con los demás. Del papel que juegan nuestras emociones y, fundamentalmente, de aquello que esperamos de los demás. De lo que anhelamos (de nosotros y de los demás) y de esas palabras que, quizá de tan dolorosas, de tan íntimas, nos resistimos a decir, a escribir, salvo en forma de un eterno rodeo. De un monólogo, de un pensamiento en bruto, que solo aspiramos a compartir con el lector. Con ese otro en el que nos reflejamos. O en el que necesitamos reflejarnos, de nuevo, en busca de cobijo. De comprensión. De ahí, en definitiva, que el teatro de Lagarce tenga algo de catártico, de estudio de nuestra identidad emocional, de reflexión sobre esos olvidos que asumimos como necesarios para poder hacer nuestra vida. Porque en el drama de su protagonista expone la ansiedad por unas palabras, unos sentimientos, que nunca llegan. Una vida, la de su protagonista, que sigue su camino. Y una muerte que tarde o temprano escribirá un final. Rotundo, firme, conmovedor. Esos son los olvidos que añoraré. La soledad en medio de los demás. El fin y la palabra.

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