Famélica, de Juan Mayorga (Teatre El Musical, Valencia. 4 de diciembre de 2016) Una producción de La cantera | por Óscar Brox

Juan Mayorga | Famélica

La pasada temporada escénica de El Musical concluyó con la representación de Reikiavik, tal vez una de las obras más destacadas de Juan Mayorga. Y de ella, entre otras cosas, señalábamos su habilidad a la hora de valerse del Arte para construir la Historia, proponiendo un diálogo alrededor del Poder, la identidad, la colectividad y el fracaso. Famélica, otro Mayorga en plena forma, recoge el testigo de aquella para, acaso, amplificar la profundidad de algunas de sus reflexiones. A diferencia de la tensa relación entre los ajedrecistas Fischer y Spaski en el escenario neutral de Islandia, Famélica nos traslada a las entrañas de una empresa cualquiera, en la que las relaciones entre sus trabajadores parecen marcadas por sus respectivas ideologías. Curiosa ironía, sin duda, en un tiempo lastrado por la falta de ideología, cuando no por nuestra sumisión completa a los dictados del capitalismo. Y es que Mayorga identifica en el corazón de la empresa, en su juego de sospechas, puñaladas por la espalda, ascensos y caídas, el perfecto circo romano desde el cuál representar lo que podemos entender, en la actualidad, por las pasiones humanas. Por ese anhelo de buscar un sentido para las cosas, aunque la mayoría de veces estas no tengan sentido. Ese mismo sueño que alumbró durante el pasado siglo no pocas guerras de ideas, cuando todavía quedaba lugar para intentar divisar un nuevo horizonte.

Jorge Sánchez, encargado de la dirección y la puesta en escena de la obra, concibe un espacio escénico ciertamente austero; apenas unos cubos, una mesa y una puerta para recrear el interior de una oficina. Una decisión inteligente, en tanto que la facilidad con la que se producen las transiciones y cambios de escena permite respetar la fluidez con la que se sigue el texto (y sus múltiples capas y lecturas) de Mayorga; esa guerra de ideologías que el dramaturgo propone bajo un grupo de anónimos trabajadores escondidos bajo los seudónimos de Gramsci, Berlinguer, Luxemburgo o Togliatti. Como en Reikiavik, en definitiva, sin ocultar ese proceso de recreación de una pequeña parte de la Historia del Siglo XX. Aquí, con el comunismo como elemento nuclear para discutir el estado de melancolía en el que vivimos bajo el yugo del capitalismo. O de este presente.  En boca de los actores, esa guerra de ideas deviene una sopa de letras, un galimatías o una defensa ardorosa de unos ideales estancados en el tiempo, vencidos por la propia pereza y el inmovilismo. Por el cortoplacismo y la necesidad de sacar rédito y provecho casi de inmediato. Porque, no lo olvidemos, esa empresa ficticia, como la partida de ajedrez evocada en Reikiavik, no deja de ser un modelo a gran escala de cualquiera de nuestros entornos cotidianos. Otro espejo en el que mirarnos.

La soltura con la que el elenco de actores se deja llevar por las palabras de Mayorga es encomiable. No solo porque, diríamos, no son textos fáciles, sino también por esa precisión a la hora de poner el acento en la ironía cuando toca y de tocar con delicadeza lo humano cuando debe. No en vano, las obras de Mayorga nunca esconden su artificio; al contrario, pues se trata de otro elemento más de la puesta en escena. Los actores encarnan a sus personajes, pero también se retratan a sí mismos, evidenciando esa sensación tan molesta de artificialidad que nos rodea y sobre la que no podemos poner tierra de por medio. De ahí, pues, que el juego de engaños de Famélica, la seducción con la que las diferentes banderas atraen a los protagonistas hacia su causa, sea también una manera de mostrar, acaso con mayor desnudez, nuestras carencias e inconsistencias. Ese precario equilibrio entre valores, ideas, voluntad y anhelos. Tan precario, que prácticamente no resiste ante la primera factura. Ante el canto de sirena. O las bajas pasiones, las altas rentas o los rápidos ascensos. Territorios, todos ellos, en los que se fragua la auténtica ideología del presente.

Más que la legión a la que apelaban los versos de La internacional, es nuestra sociedad la que acusa verdaderamente la condición de famélica. La que necesita una dosis generosa de ímpetu, de pensamiento activo, de una estética y una ética. Tal vez sea atrevido asociar estas obligaciones a la obra de Mayorga, pero de lo que no cabe duda es de que Famélica las evoca con su inteligente juego entre la parodia y el ensayo. Como crítica de las condiciones intelectuales de nuestro presente y cómo sátira sobre nuestra manera de construir ese mismos presente. Como burla y como bello canto del cisne a unas ideologías lastradas por la falta de sacrificio, por el escaso apego, de quienes han tomado el testigo en la actualidad. Como un brillante ejercicio de teatro político que, he ahí su inteligencia, nunca necesita reclamar ese aire político para dar en la diana de nuestros fracasos y frustraciones.

No deja de resultar triste, después de todo lo dicho, que una obra del calibre de Famélica congregase a unos pocos espectadores en su única función programada. Que actualmente Valencia pueda disfrutar con bastante frecuencia de obras de Mayorga, o de Angélica Liddell, que se programe (y se aplauda con justicia) a agrupaciones como El pont flotant o se apueste por el teatro de nuevos formatos son grandes noticias. Maravillosas, si tenemos en cuenta las décadas de auténtica basura política que hemos padecido hasta hace poco. Sin embargo, parece que esta nueva época necesita también un nuevo público y, fundamentalmente, un esfuerzo por acercar el teatro al pueblo (al pueblo de verdad, no al que imponen determinadas marcas creadas ad hoc). Por divulgarlo, en definitiva. Que obras tan estupendas como Famélica sirvan para hacernos reflexionar sobre nuestro presente y el trabajo que nos queda por delante.


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