Dona no reeducable, de Stefano Massini. Dirección de Lluís Pasqual. Una producción de Teatre lliure (Tercera Setmana. Teatre Rialto, Valencia. 10 de junio de 2017)  | por Óscar Brox

Perestroika, glásnost, vientos de cambio… para una potencia de las dimensiones de Rusia, marcada a partes iguales por su historia y su inevitable descomposición tras la caída del bloque, la revolución nunca fue de terciopelo. Quizá por eso, uno se acerca a las narraciones rusas con esa sensación de que aportan otro calado, otra densidad, a las cuestiones sobre la vida, la moral o la libertad. De que, en definitiva, el único síntoma posible de apertura reside en poder escuchar aquello que las voces de la disidencia, los testigos de la violencia y de las guerras intestinas dentro de ese gigante a caballo entre Europa y Asia, tienen que contarnos. El de Anna Politkóvskaia, de profesión periodista, fue uno de esos testimonios. En especial, del cruel enfrentamiento entre Rusia y Chechenia, así como del no menos salvaje encarnizamiento de esta última con su propio pueblo. Demasiado orgulloso, eternamente empeñado en vindicar una libertad aplastada por los intereses soviéticos. Chechenia, tierra de sangre y nieve.

Lluís Pasqual eligió este monólogo escrito por Stefano Massini, pensamos, por la importancia que tiene la palabra como testimonio, como hilo vital que mantiene el recuerdo de un lugar, de unas personas, que en cualquier momento desaparecerán. De esa tierra seca, como señala la propia Politkóvskaia, que tanta sangre ha derramado para conseguir su control. Y decimos la importancia de la palabra porque nos hemos acostumbrado a disfrazarla bajo tantas etiquetas que ayudan a simplificar el problema sin ser capaces de detectar la raíz. Perestroika, glásnost, son solo un par de ellas que, en el monólogo de Massini, se diluyen ante la conmoción con la que nos sacude su protagonista. Ante la franqueza con la que desnuda esas falsas convenciones rescatando aquellos relatos, de violencia y terror, tal vez insignificantes, que han surcado la realidad rusa desde que se produjo el deshielo.

Consecuencia de ello, la propuesta escénica de Pasqual es de una nitidez total. Tan sutil que puede llevar al error o a las simplificaciones. Y precisamente es justo lo contrario, puesto que Pasqual desviste, él también, la escena para enseñarnos a Politkóvskaia. Sus gestos, cada matiz, cada inflexión, sobreexpuestos ante el patio de butacas, sin filtro ni elementos que los atenúen; casi, diríamos, sin transiciones. Solo con la manera de estar en escena de Míriam Iscla, de adaptarse a cada episodio de la vida de Politkóvskaia, de moverse en su papel de mujer, periodista, madre o hija de una Rusia herida por su sed de conquista. En su papel de víctima, de mártir, de torturada o de amenazada. Con gestos, a veces casi imperceptibles, que capturan toda la dureza que pueden transmitir sus palabras; y que, imaginamos, Pasqual dicta atentamente sobre el escenario desnudo de artificios ni de elementos que distraigan lo verdaderamente importante. Con los músculos de los brazos agarrotados tras horas de secuestro, con el estómago duro a causa de un potente veneno o con la voz rota cuando una mujer que se le parece ha sido tiroteada en el rellano de su finca.

La grandeza de Dona no reeducable radica en la sencillez, en la claridad, con la que exhibe todo su nervio dramático. En la soltura con la que una inmensa Míriam Iscla nos transporta a través de las palabras de Anna Politkóvskaia hacia ese territorio, quizá lejano, marcado por una historia de dolor y venganza. De sangre y nieve. Cuya potencia moral es tan abrumadora que la corta duración de la pieza nos golpea todavía más fuertemente. Nos noquea. Nos conmueve como tantos otros relatos de aquellos hombres y mujeres no reeducables, marcados por el Gobierno ruso como objetivos a eliminar. O a ocultar. O a desprestigiar. Como esa mujer a la que Lluís Pasqual pone en escena, que se mueve de la mesa de trabajo a la silla de tortura, de aquella al atril de conferenciante, en un movimiento continuo que bien puede resumir el destino de un país durante las últimas dos décadas.

Al teatro se le pueden pedir muchas cosas, pero quizá solo se le puede exigir una: verdad. Y uno sale de la función de Dona no reeducable con el sentimiento de haber escuchado, a pocos metros de distancia, el testimonio de una de esas voces que el tiempo se encargó de callar. La voz de una Chechenia irremediablemente perdida en el laberinto de la violencia. La voz de una Rusia golpeada por los sueños de la economía competitiva y las realidades de la pobreza de las ratas. La voz de la disidencia, de la rebeldía y de la moral. Tal vez, la única voz capaz de pronunciar palabras como perestroika, glásnost, apertura, revolución sin que suenen a falso. Y eso, en el teatro y en la vida, es uno de esos lujos que conviene tener bien presente en la memoria.

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