Como modo de celebrar el día de la animación, no se me ocurre una forma mejor que el vídeo que precede estas palabras. En nueve minutos consigue transmitir todo aquello que hace grande a esta forma artística, aunque para muchos su contenido deba ser descifrado.

Para el público en general, y gran parte de la crítica, la animación nunca ha dejado de ser una forma destinada a los niños, la gran niñera para tenerlos entretenidos y que no molesten, una forma de expresión inmadura y superficial, intrascendente y pasajera. Incluso cuando ciertas variedades de animación conseguían salir del gueto al que habían sido condenadas, siendo admiradas y esperadas con ansiedad por entendidos y aficionados, era para caer en otro mucho peor: el que reduce la animación válida a Pixar y el 3D, o las muchas copias y recopias de Family Guy, cuyo espíritu subversivo en realidad no es más que una gran mentira que busca afianzar aquello mismo que simula criticar.

La auténtica grandeza de la animación está en su casi infinita variedad. A los cien nombres que muestra el vídeo pueden añadirse otros cien más, y aún otros cien, y no habremos abandonado el ámbito de los maestros indiscutibles. Maestros no porque se adhirieran a un estilo dominante y lo hicieran avanzar en sus postulados, sino porque cada uno de ellos puede considerarse creador y fundador de un estilo propio, el cual necesitaría toda una escuela entera para ser agotado y convertirse en rutinario.

Por esa razón, la animación es uno de las pocas regiones de la cinematografía donde un aficionado puede sentir aún la emoción, esa emoción propia de la juventud que acaba de percibir que un mundo entero le rodea, de explorar territorios aún no cartografiados, donde a cada vuelta del camino es posible encontrar tesoros inesperados, de esos que pueden hacer saltar en pedazos tu concepción, tu percepción del mundo, todo aquello que considerabas sólido e inmutable.

Una emoción, una anticipación y un estremecimiento que no se restringen a los aficionados, puesto que la animación no es una forma donde el creador tenga que elegir entre ser una de las múltiples copias de clásicos o modernos que pueblan el gran cine. Ante él se abre una inmensa variedad de técnicas y estilos, en los cuales las reglas aún están por definir y concretar, como si el animador fuera aún uno de esos pioneros del primero mudo que acabase de descubrir la existencia de la cámara y aún se pudiese permitir jugar y experimentar con ella.

Un modo de creación, el de la animación, que convierte a sus seguidores en auténticos héroes, personas capaces de gastar años enteros, muchas veces trabajando en completa soledad, con medios inadecuados para su sueños,  para conseguir apenas unos pocos minutos de celuloide, en los cuales tienen que tocar los cielos, puesto que ninguno de ellos sabe cuándo volverá a encontrar financiación o sí podrá hacerlo antes de que su llama se extinga.

Una forma en fin, donde cabe todo, donde todo es posible, de la vanguardia más extrema a los productos más populares, de la belleza más perfecta de el feísmo más repugnante, de la reproducción exacta del mundo visible a la abstracción más desapegada, sin olvidar que la animación el único rincón de la cinematografía que supo ser moderno hasta sus últimas consecuencias cuando el modernismo aún libraba sus batallas contra el arte del pasado o ser posmoderna avant-la-lettre, cuando ese movimiento ni siquiera tenía etiquetas que adjudicar.

No obstante, a pesar de tanta gloria, de tanta victoria, aún existen sectores de la  academia que proclaman que la animación no es cine, sin saber que lo que concibieron como condena inapelable, no es otra cosa que un timbre de gloria, puesto que efectivamente la animación no es cine, no es su cine, si eso significa restringirse a su concepto estrecho y excluyente.

* * *

Desde nuestro primer número, la animación tiene un lugar especial en la revista. Por eso, en una fecha tan indicada como esta, os invitamos a que os acerquéis a los textos, variados y heterogéneos, que hemos publicado a lo largo de nuestra andadura. Larga vida a la animación.

Satoshi Kon
Tristeza
Madhouse
Animación: Abstracción
Yuasa
Paprika
Phineas y Ferb
Evolución
Servais


2 thoughts on “ Meditaciones en el día de la animación, por David Flórez ”

  1. Gran parte de que la animación siga siendo un «genero» menor la tienen los propios creadores. No solo en el plano comercial es difícil encontrar propuestas que se alejen de lo anecdótico o el mero efectismo visual. En la mayoría de ocasiones, el animador se sume en un éxtasis técnico que le acerca más a la artesanía que al arte. En general, se esfuerza por defender su trabajo alegando la dificultad que conlleva. Cuantas veces habré escuchado que ser animador es un trabajo muy duro, que para hacer un segundo animado hay que realizar 24 dibujos bla, bla, bla… Este énfasis en la técnica hace olvidar que una obra de arte no solo es eso y lleva a productos realmente vanos. Está muy bien defender que una película animada debería merecer el mismo respeto que otra de acción real, pero hasta que los propios creadores y críticos no hagan un esfuerzo por alejarse de los principios que han rodeado a la animación occidental hasta el momento, no hay nada que hacer.

  2. Resulta curioso que el comentario anterior sea la confirmación de mi tesis: De como el desdén y superioridad con que se contempla la animación no sean otra cosa que un reflejo de la supina ignorancia, esa que llaman atrevida, del propio comentarista.
    Dice que la culpa es de los animadores.
    ¡Por supuesto! Culpa es de Oskar Fischinger, ese pintor abstracto de la segunda generación de ese movimiento, que en los años 30 decidió que la única forma de hacer realidad los postulados de Kandinski era mediante el arte de la animación.
    Culpa es también de Mary Ellen Bute, quien en esos mismos años 30, a pesar de ser mujer, consiguió que sus creaciones abstractas precederian las producciones comerciales de Hollywood.
    Culpa es también de Stan Brakhage, que en su ansía por depurar el cine acabó pintando en sus últimos años directamente sobre el celuloide.
    y por supuesto culpa es también de William Kentridge, cuyas producciones animadas sobre la historia reciente de Sudáfrica, han merecido un lugar de honor en los museos de arte contemporáneo de todo el mundo, como la Tate.
    Pero en realidad la culpa es de aquellos que hacen pasar su ignorancia por sapiencia, su ceguera por mirada de águila, y en que realidad no hacen más que extraviar y confundir a los demás, negándoles los mayores tesoros.

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