Terra baixa, de Lluís Homar para Temporada alta (Teatre Principal, Valencia. Del 9 al 12 de noviembre de 2017)  | por Óscar Brox

No estamos hechos de una sola pieza. Para Pau Miró, encargado de poner en escena la Terra Baixa de Àngel Guimerà, el hecho de reducir el reparto de actores a la única presencia sobre el escenario de Lluís Homar es una manera de mostrar cada matiz, cada diferencia, los numerosos rasgos que componen a los personajes de este drama. La inocencia, la pasión, el poder y la corrupción, la venganza y la violencia. En forma de una exhibición dramática difícil de olvidar, en tanto que los cuatro personajes del clásico de Guimerà nos conducen hacia un torbellino emocional del que cuesta salir. Zarandeados, sacudidos por el eterno conflicto entre la clase rural y la clase burguesa; entre la vida interesada, acostumbrada a tratar a las personas como si fuesen cosas, objetos de su posesión, y esas otras pequeñas vidas que tratan de sobrellevar su existencia sin dañar a nadie.

Al comienzo de la obra, la niña Núria entra a escena con la complicidad de un público que juega a completar la canción que canta. Homar entra en escena, sí, pero su cuerpo, sus gestos y su energía se afanan en dibujar en el interior de esa habitación discreta a la niña que trazará los primeros episodios del drama de Guimerà: la tempestuosa historia entre Marta y Sebastià, su matrimonio de conveniencia con Manelic y la visión de este último de la miseria moral que habita la terra baixa. Aquella contra la que la inocencia de la terra alta solo puede transformarse en violencia, en la fuerza de la justicia natural. De la niña a la mujer, a esa mujer que se prueba el vestido nupcial cuando todavía no ha sido capaz de digerir las decisiones que Sebastià ha tomado por ella. Aprisionada en esa habitación sencilla, que los pasos de Homar en el escenario consiguen empequeñecer, revelando así las dimensiones del drama de Marta. Y qué brillante, asimismo, su careo con Sebastià, la frialdad con la que aquel baila con el vestido nupcial, dejando al aire el sentimiento de cosa, de vacío, que la mirada del Señor desprende sobre todo lo que gira a su alrededor.

De la vaporosa cortina que separa la habitación a la foresta otoñal que dibuja el escenario de la terra alta. En el que, si cabe, se palpa aún más el pathos, los sentimientos de los personajes, a medida que la voz de Manelic se adueña del relato. Cuando observa a una Marta prisionera de los deseos de su amo; a un amo que necesita demostrar su influencia sobre los demás para poder llamarse a sí mismo amo. Y a un hombre sencillo, así lo interpreta Homar, atrapado por unas emociones que hierven en su interior, que precipitan a tal velocidad sus palabras que, prácticamente, telegrafían ese destino del que unos y otros no podrán escapar. Y, sin embargo, tanto Miró como Homar conocen cada recoveco el texto de Guimerà, hasta el punto de saber dónde poner la pausa y dónde el énfasis, dónde marcar la luz con el foco y dónde trazar la línea de sombra. Sin que nada sobre y, asimismo, nada falte.

Ante Terra baixa cabe preguntarse qué es más hermoso, si la adaptación para una sola voz elaborada por Lluís Homar y Pau Miró o la total devoción que desprende observar a un actor arrancarse sobre el escenario con tanto amor por un texto, por unos personajes. No en vano, Homar es lo suficientemente astuto como para mezclar en su interpretación al lector de Guimerà que es y al actor que disecciona a cada uno de sus personajes, sin que una de las dos facetas se imponga sobre la otra. Al contrario, pues logra contagiar tanta pasión por ese drama íntimo como por las palabras del autor catalán, haciendo de esta Terra baixa lo más cercano a, en todo el sentido del término, una lección de teatro. Un ejercicio de apreciación de nuestra historia.

Seguramente, esta versión de Terra baixa será recordada por el talento de todos sus implicados, por la perseverancia con la que Homar ha perseguido su adaptación durante años. Por, en definitiva, su inteligencia a la hora de actualizar, cuando no jugar, con un clásico sin caer en el disfraz de la vacuidad moderna. Valiéndose de una interpretación tan poderosa como para situar a cada espectador en la encrucijada del relato, entre la terra baixa y la terra alta; entre la corrupción y el final de la inocencia. Recordémosla, también, por esa lección de amor que hace que la experiencia valga por dos. La de presenciar un espectáculo teatral conmovedor y, asimismo, buscar los textos de Guimerà para encontrarse, una vez más, con todas esas emociones sentidas. Delicadas, poderosas; las mismas que nos recuerdan que no estamos hechos de una pieza.

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