Un obús al cor, de Wajdi Mouawad. Dirección de Oriol Broggi y Ferran Utzet. Una producción de La Perla 29 y Temporada Alta (Tercera Setmana. Teatre Rialto, Valencia. 9 de junio de 2017)  | por Juan Jiménez García

Aún intentábamos recuperarnos de la conmoción, de la devastación causada por Incendios, cuando llegó Un obús al cor. No es que sean comparables, por una mera cuestión de tamaño, pero si ciertamente son dos partes de un mismo todo. Incluso dos partes estrechamente comunicadas, enlazadas de múltiples maneras. Wajdi Mouawad ha conseguido crear un lenguaje que llega a través de su propia experiencia. Un lenguaje que ancla sus raíces en la familia y la tragedia de ese país que fue el Líbano y al que ahora cuesta volver porque uno prefiere el recuerdo de cómo fue (decía Amin Maalouf). Sí, la palabra antes, sobre la que se construye ya no solo esta obra, sino la otra. Tal vez toda. Oriol Broggi conoce bien su obra. También adaptó Incendios. Y no solo. Junto con Ferran Utzet ahora este obús lanzado al corazón. Un ejercicio de intimidad, de despojamiento, de la mano de Ernest Villegas. O los puños apretados.

Ahora puede decir antes. Ahora, tras una llamada por teléfono en la noche. Una noche de invierno. La madre, la muerte, próxima. Una amenaza real, demasiado real. Un antes implica la existencia de algo, un instante, un momento. No cualquier algo. No cualquier instante. El hijo inicia un viaje a través de la noche, poblado de sonidos, de ruidos lejanos, insertados en un tiempo que no es, porque uno está en otra parte. No va al encuentro de nada. No quiere ir al encuentro de nada. En realidad, él está huyendo. Está asustado y huye. Entre el miedo y la ira que le produce ese miedo. El hospital es la realidad que quiere evitar. Entre los recuerdos que le asaltan está la guerra civil, en el Líbano. El horror. Esa herida abierta. La madre lo devuelve ahí, y ella también es ahora el horror. El agua que no es agua. La muerte que sí es muerte. La desesperación del pasado es la desesperación del presente. Cae la nieve y la noche está siempre ahí, interminable. Pero también acabará. Como esa vida que se extingue.

Y ahí, en el escenario casi vacío de todo, pero de una intimidad hecha de luz y oscuridad, está Ernest Villegas, hombre, hijo, actor. Una presencia que podría intimidar sino se desmoronara una y otra vez golpeado por sus propios sentimientos. Toda esa sensibilidad encerrada en un cuerpo siempre al límite de la violencia. Una violencia inocente, de perdedor. Sus palabras son lo único cierto. Lo que escuchamos no está dicho. Son sus pensamientos más íntimos, como un diario que no debe ser leído (pero que esperamos que lo sea). Ernest Villegas, ahí, solo, golpea una y otra vez. Físicamente, de viva voz. Impresionante e impresionable.

Oriol Broggi y Ferran Utzet lo han dejado ahí, entre las sombrías luces de Quim Blancafort. Alrededor suyo, a veces surgen sonidos lejanos. De tan lejanos tienen una cierta dulzura, música de fondo para un animal asustado. Y en algún momento, imágenes. Es suficiente. La obra de Wajdi Mouawad es generosa con aquellos que le dan su espacio y los actores necesarios para esas palabras que vienen de lo más profundo, para materializar esos miedos que son también los nuestros. Sí. Los nuestros.

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