Sueños de una noche de verano, de Marta Pazos. Una producción de Voadora (Teatre Principal, Valencia. 10 de junio de 2018)  | por Óscar Brox

El año pasado, a cuento de Martes de carnaval, celebrábamos la capacidad de Marta Pazos para adaptar y actualizar las formas y el discurso de Valle-Inclán. Para jugar con sus temas, estirar de sus numerosos hilos y ponerle un acento contemporáneo que, lejos de modas o amaneramientos, disparase sobre la tremenda ironía propia de la obra de Valle. Sueños de una noche de verano bien podría adherirse a esta explicación, en tanto que Pazos sustituye al escritor gallego por una de las columnas vertebrales del teatro: William Shakespeare. Referencia que, huelga decirlo, está ahí para que los dramaturgos y directores prueben su vigencia, su fuerza dramática, su frescura o su agotamiento. Lugar o espacio teatral desde el cual construir una reflexión sobre el presente.

Ya desde su mismo título, Pazos multiplica los sueños de la comedia de Shakespeare para reflejar las varias capas del proyecto: como lectura de un clásico, como actualización de sus temas, como experimento estético y, si apuramos un poco, como objeto artístico de vocación transgresora. Juguetona. De esos que eligen el lugar de la parodia, la bufonada, el subrayado grotesco y el gesto altanero con ganas de sacar a la luz los vicios, menores y mayores, que toda sociedad contiene en su seno. Que evoca en sus fantasías, en los enredos y en las tensas relaciones entre unos personajes condenados a liarse unos con otros, perdidos en el laberinto de sus deseos. De ahí que el acercamiento de Pazos combine una precisa puesta en escena, con los bellos juegos de luces que se dibujan sobre el escenario diáfano, con la procacidad y virulencia de su lectura shakespeareana. Lectura en la que Titania parece surgir del imaginario carnal del Fellini de Amarcord y Oberón se transmuta en la figura de un viejo sátiro; en la que Lisandro vive su drama de amor en pleno cambio de sexo y Helena es una diosa rock condenada a oscilar entre la fugacidad de su matrimonio y el furor de sus deseos. En la que la troupe de actores juega con la corrosión de los límites del humor y las confusiones entre personajes nos invita a pensar en los problemas de la identidad, el género y la sexualidad fuera del espacio seguro de la moral más convencional.

Como en todas las obras de Pazos, Sueños de una noche de verano destaca por la plasticidad de sus imágenes, por el sentido casi musical con el que el reparto de actores ocupa, prácticamente invade, el escenario, y por la sorna con la que la directora gallega se encarga de actualizar las cuitas y resortes de la comedia de Shakespeare. De bucear en las aguas de la tradición para extraer los elementos necesarios para actualizar el discurso. Para concederle un poco más de aire a unas palabras gastadas por su recorrido teatral durante los últimos siglos. Para hacer de lo shakespeareano un activo que potencia su vocación de incomodar, de husmear en los bajos instintos de nuestra condición moral, en un ambiente que se mueve entre el espectáculo circense y la parodia, entre la rigidez de la música clásica y la tormenta de la electrónica. Que nos zarandea, que burla y vacila, en su afán por crear un gesto de transgresión. Una señal de que no se ha acomodado.

En ese sentido, conviene reconocer no solo sus aciertos escenográficos o la mala baba que destila su apropiación de los temas de Shakespeare; también, lo compacto de un reparto, de una compañía, que sobre las tablas (de)muestra hasta qué punto ha hecho suyos unos personajes inmortales. Cómo se actualiza la figura de un espíritu burlón como Puck o cómo la boda entre Teseo e Hipólita, que nunca llegaremos a ver, una de las historias que sirve como marco a la comedia, adquiere esa imagen de caciquismo de rancia burguesía contra la que, acaso, la obra se revela convirtiendo a sus personajes en criaturas grotescas, parodias al límite, entregadas a demoler con todas sus ganas la pulcritud del texto. A reírse a carcajadas de toda impostura, a cachondearse y vindicar otra lectura, otra identidad, otro escenario posible desde el cual imaginar el sueño entre faunos y hombres.

Como sucedía en La hija del capitán, una de sus adaptaciones valleinclanescas, Pazos moderniza los ambientes, añade relieve humano y bajas pasiones a los personajes, sin por ello traicionar el espíritu de Shakespeare. Más bien, con la intención de confrontarlo, de pensar cuál es (o debe ser) su lugar en el teatro contemporáneo y, asimismo, qué puede hacer este último por él. Y como en La hija del capitán, cualquiera diría que Pazos no se guarda nada en la obra: que pone toda la piel, todas las emociones, toda su lujuria estética sobre el escenario, haciendo desfilar con sorna a unos personajes grotescos en una, paradójicamente, bellísima relectura de un clásico. Entre el esperpento y la precisión de una puesta en escena musical. Con ese aire de celebración de Shakespeare, entregado y sin afectación alguna, que no puede resultar más refrescante, atrevido e inteligente. Pero que, también, exige al espectador un ejercicio de lectura entre líneas para detectar con qué habilidad Pazos desmonta los lugares comunes en torno a una obra para entregarnos la posibilidad de una actualización. Fugaz, efímera y juguetona como los enredos cómicos de su historia, impecable e implacable como el discurso que late entre escenas. Que pone sobre la tarima los vicios y los anhelos de una sociedad, la nuestra, entregada a las fantasías y a los límites que imponen la tradición y la moralidad. Contra los que, en definitiva, hay que echar el resto en un sano ejercicio de transgresión.

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