El desguace de las musas, de La Zaranda (Teatre El Musical, Valencia. 9 y 10 de febrero de 2019)  | por Óscar Brox

Si tuviera que describir en qué consiste una obra de La Zaranda, probablemente lo haría así: la cultura removiéndose sobre el escenario. La cultura o la poesía. O la verdad, que a menudo es eso mismo: poesía. Y más en una época, esta, de simulacros y apariencias, en la que la cultura vive entre desenfocada y difuminada; demasiado preocupada por disfrazarse de vanguardia o de caricaturizarse con esa risa tonta del que no es capaz de entender una verdad cuando se la plantan frente a los morros. Si con Ahora todo es noche, la compañía andaluza parecía estar a las puertas de esa nada, del vertedero al que va a parar todo aquello que no se puede consumir, que despierta indiferencia o está de paso, con El desguace de las musas nos sumergen en un informe desde el epicentro de esa nada. A través de un coro de personajes desgastados de tanto vivir cuyas palabras y gestos mecánicos rebotan por el escenario mientras, desde la distancia con el patio de butacas, reclaman un poco de compasión.

De la terminal de un aeropuerto, escenario de su anterior obra, pasamos a un cabaret en proceso de descomposición. Por allí pululan sus últimas criaturas, máscaras de otra vida que, con el rictus quebrado, repiten una y otra vez los mismos números y las mismas expresiones de derrota a la espera del tan anunciado final. Los chistes sin gracia, los números musicales o de variedades… todo aquello que ha arrastrado el polvo del tiempo hasta la más ruidosa soledad. Y, sin embargo, nada en la puesta en escena de La Zaranda invita a esa sensación de letargo; al contrario, pues cualquiera que se acerque a su teatro encontrará en él pasión, humanidad y emoción, que a menudo son lo mismo que verdad. En El desguace de las musas todo parece girar en círculos, como el agua que corre hacia el desagüe, mientras el escenario se compone, recompone y descompone como si se tratase de un contenedor en el que cabe todo: la voz de ultratumba del antiguo patrón del cabaret, las confesiones dolorosas de sus criaturas o el falso oropel de esa troupe de malditos que ya no saben qué hacer para reclamar su vida para intentar no caer en el olvido.

El texto de Eusebio Calonge combina el acervo popular más castizo, aparentemente cómico en boca de sus personajes -y hace falta subrayar ese aparentemente-, con relámpagos de reflexión intelectual que ponen el corazón en un puño. Que, por momentos, derriban cualquier máscara de la ficción para colocarnos cara a cara con una cultura en perpetua degradación a la que es difícil que salve un boca a boca o una bomba de oxígeno. Una cultura moribunda por falta de expectativas y exceso de conformismo, que nos interpela, nos ataca, nos enseña las heridas por si, por una de aquellas, nos reconocemos en ellas. Reconocemos nuestra parte de culpa en el esperpento. Porque cuesta no ver en La Zaranda eso mismo que reflejaba Tadeusz Kantor en su teatro: la necesidad de provocar una respuesta visceral sobre esas vivencias que, por un momento, palpitan sobre el escenario. Sobre esas figuras tristes -con las adiciones, junto al trío habitual, de unos ajustadísimos Gabino Diego, Inma Barrionuevo y Ángeles Pérez-Muñoz- que mueven sus cuerpos como autómatas entre trajes de lentejuelas y viejos boleros.

No en vano, en un gesto de lo más inteligente, la mayoría de intervenciones de Enrique Bustos, que hace del moribundo patrón, tienen lugar de cara al público, como si por ese instante el patio de butacas se transmutase en el elenco del decadente cabaret; como si, en efecto, el cabaret no fuese más que un disfraz para reflexionar sobre una realidad que compartimos todo. Sobre la que cada uno tiene responsabilidad. De ahí esa sensación de risa helada, de pantomima cada vez más fúnebre, que convierte al reparto en muñecos de cuerda moviéndose por un escenario en proceso de descomposición. Anclados a unos papeles que han dejado de tener sentido. Perdidos porque ya no saben dónde encontrar otro sentido que sirva como justificante para sus acciones. Convertidos en luz, en sombras, en movimientos y, sobre todo, voz. En presencias que llenan, que nunca dejan de agitar, el escenario del teatro. Que buscan nuestra compasión, que es lo mismo que decir nuestra comprensión. Que los acompañemos en ese viaje al fin de la noche.

Uno ve cada obra de La Zaranda como si se tratase de la última. Pegado a la respiración de esos malditos, a unos gestos y dejes ya familiares, a su eterno caminar en círculos porque, en esa tesitura, ya no se va a ningún lugar; si acaso, y no es poco, a las entrañas del patio de butacas. A convivir, en apenas 90 minutos, con su calor, con su intensidad y con la poesía contenida en cada uno de sus gestos. El desguace de las musas podría ser un breviario de gestos inútiles, porque todos ellos son demasiado humanos. Un compendio que nos recuerda no solo nuestro lugar, sino también la relación que mantenemos con la cultura. Y que nos llama a escuchar a esas voces de la cultura que, como dijimos a propósito de Ahora todo es noche, se remueven quién sabe por cuánto tiempo.


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