La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir (Teatre El Musical, Valencia. 17 y 18 de noviembre de 2018)  | por Óscar Brox

Leo en las notas de producción de la obra que la primera representación de La omisión de la familia Coleman tuvo lugar en un piso de Buenos Aires. Me viene a la cabeza una primera sensación cuando las luces se apagan y queda un decorado invadido por unos cuantos objetos familiares; sillas, camas, mesas que parecen los restos de un naufragio. Concentración. Parece como si Claudio Tolcachir hubiese trasladado a escena las modestas dimensiones de aquel piso de Buenos Aires para atrapar a sus personajes en su interior. En un escenario del que, literalmente, huyen a la carrera o invaden con una presencia avasalladora. Haciendo patente esa cercanía con la que la tragedia de los Coleman se cuela en el patio de butacas.

En el principio aparecen una madre, Memé, que no sabe cómo ser madre y un hijo, Marito, demasiado cuerdo para estar loco. Son solo un apéndice de esa familia imposible que vive con lo justo. Apretada, más que por las deudas, por unos vínculos sentimentales que no han sabido cómo traer la felicidad; que la han terminado por estrangular. Tan solo, si acaso, han precipitado la concentración. El aislamiento. La sensación de tiempo estancado que clava a los personajes en el escenario, con contadas transiciones dramáticas entre los diferentes pasajes, como la clase de drama que se representa de frente; es decir, escupiendo toda la negrura de las pequeñas miserias a la cara del público. En este sentido, Tolcachir juega, y mucho, con ese humor entre grotesco y absurdo que, más que a la risa enlatada, llama a la piedad. A la conmiseración. Tan pronto la sonrisa que pueda despertar cobija una realidad más palpable: la íntima soledad con la que el dramaturgo argentino desnuda, con nuestra complicidad, a sus criaturas.

La enfermedad de la abuela, Leonarda, es uno de los detonantes para poner de relieve ese momento de agotamiento que ha llevado al límite a la familia. Para destapar secretos, para revelar miserias -y qué durísimo es el retrato de esa madre que, con tanto amor, ya no sabe cómo querer ni a su propia sombra- y temores. Heridas y cicatrices. La destrucción, como en una bomba con temporizador, que se cierne sobre ese pequeño núcleo que, pese a todo, resiste. Que (sobre)vive. En este punto, cabe decir que es asombrosa la energía con la que el reparto se entrega a sus personajes, hasta el punto de convivir con ellos, con ese caos ordenado que tiene su lugar en el escenario y que dibuja las idas y venidas de una familia sin hogar ni, prácticamente, destino. Encerrada en la ilusión de un tiempo que nunca fue.

En este sentido, hay unos cuantos momentos de una intensidad demoledora: ese rayo de luz, que parte la pequeña porción de escenario en la que se encuentra la cama del hospital de la abuela, con la que se anuncian varias muertes; la de Leonarda, no por súbita menos esperada; y la de los Coleman, descompuestos desde que comenzó la obra. Otro tanto sucede con Hernán, chófer de profesión, cada vez que entra en escena entre titubeos, haciendo visible la costra que, en primera instancia, impide traspasar la intimidad de los Coleman. Y que, como sucedía en otra producción de Tolcachir, Tierra del fuego, nos revela una de las claves: escuchar. Atender al batiburrillo de diálogos, de erupciones verbales (cada vez que Marito menta a los hijos hidrocefálicos de Verónica) que nos muestran la distancia emocional de unos personajes que, paradójicamente, casi nos están rogando que los entendamos. En su locura y en su insignificancia; en la dolorosa humanidad que transmiten a través de sus cuitas morales. De los dramas sin solución… o cuya solución es, ni más ni menos, desaparecer. Forzar un final. Romper, mediante la dispersión, la imagen coral que une, con la fuerza del mejor pegamento, a una familia con distintos nombres y apellidos.

Resulta prodigiosa la capacidad del teatro argentino para dar con las teclas dramáticas que nos revuelvan por dentro; en el caso de La omisión de la familia Coleman, además, jugando con un paisaje de criaturas grotescas que, poco a poco, se nos revelan de una ternura desarmante. Puede que haya sido un regalo disfrutar de la obra con su reparto argentino, fundamentalmente, por la energía y la violencia con la que actores y actrices se entregan al texto de Tolcachir; por la habilidad con la que sus vaivenes logran romper las estrecheces del escenario o, al contrario, empequeñecerlo hasta que la escena parezca, más o menos, una caja de cerillas. En los Coleman la risa, la locura o la muerte no es tanto sinónimo de tragedia como de una vida que ha perdido la cuenta de las veces que ha intentado salir adelante. En Tolcachir el teatro, más que representación, es un momento de verdad en el que poner lo más complejo de nuestra naturaleza humana frente a frente con el espectador. Y ahí, en definitiva, es donde empieza todo.


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