La ternura, de Alfredo Sanzol. Dirección de Alfredo Sanzol y producción de Teatro de la Abadía y Teatro de la Ciudad (Tercera Setmana. Teatre Principal, Valencia. 8 de junio de 2017)  | por Juan Jiménez García

Shakespeare como alguien infinito. Alguien al que se puede construir y deconstruir, transformar en otra cosa, cambiarlo de época, de sitio, quitarle personajes, ponérselos, llevarlo a Japón o dejarlo aquí al lado. Cualquier cosa es posible. Podemos pensar que todo el teatro desde hace cerca de quinientos años está atravesado por él de una manera u otra. También por omisión. La ternura llega a esa isla nunca desierta que forman sus comedias y se entrega a la invención de algo nuevo que con viejos parecidos en sus formas pero que en realidad pretende reunirlo todo. Porque sí, la nueva obra de Alfredo Sanzol es la búsqueda de la totalidad del género. Una totalidad que empezaría en Shakespeare y acabaría en el vodevil o la comedia del arte. Entre enredos, palabras y gestos.

El argumento es sencillo. Como dijo Jacques Weber en algún momento, el perro y el gato en el mismo cesto. La Reina Esmeralda y sus hijas, pretendiendo huir de los hombres, van a parar a una isla en la que el Leñador Marrón lleva veinte años precisamente refugiándose de las mujeres. Un argumento perfectamente simétrico en su planteamiento y evolución. A cada cual lo suyo. Consciente de su falta de tino a la hora de elegir mágicamente el destino de su exilio, la Reina prueba a hacerse pasar por aquello que más odia. La comedia se lanza a los caminos, correteando por todas partes. Al fin y al cabo, La ternura no solo aspira a la totalidad, sino también a la felicidad. La felicidad, una palabra tan vieja como la ternura. Una de esas palabras cuyo significado desconocemos, tan manoseada como está. Sanzol busca devolverle su lugar. Y lo consigue.

En realidad, en La ternura el argumento es un simple vehículo para aquello de lo que subyace en su interior: el teatro. La alegría de hacer teatro. Cada giro, cada escena, está pensando con y para los actores. Su inteligente puesta en escena, con esos tres arcos como tres puertas sobre un escenario prácticamente vacío, entregado a las luces, es el espacio en el que desarrollar ese gusto por los actores, por la palabra y por el gesto, que, después de todo, es el fundamento de la comedia, sin lo cual no puede existir. Los actores, generosos, se entregan a ello. La obra de Sanzol es un texto inteligente que no se entiende desprovisto del movimiento. Un teatro que sí, se podrá leer, pero que debe ser visto. Vivido. Como un acto colectivo. De unos y otros, espectadores.

En ese juego de simetrías, también están los personajes y sus intérpretes, e incluso distintas maneras de entender el teatro. La Reina Esmeralda (una temperamental Elena González, que ofrece alguno de los momentos más memorables) enfrentada al Leñador Marrón (Juan Antonio Lumbreras, el más bufo, el más italiano). La Princesa Rubí (Eva Trancón, con ese toque justo de la desmesura) enfrentada al Leñador Verdemar (un Paco Déniz tremendo, que se convierte en verdadero protagonista de la obra, haciendo fácil y evidente lo complicado). La Princesa Salmón (Natalia Hernández, el juego y descaro de la juventud) enfrentada al Leñador Azulcielo (un Javier Lara al que se le encomienda devolver el sentido a la palabra del título). Cada una de estas parejas forma un estado diferente de actuar, y tengo la sensación (tal vez equivocada) que los primeros se instalan en el vodevil o en la comedia española, los segundos en la comedia del arte y los terceros en épocas isabelinas. Y todo puede ser cierto como no acaba de serlo, pero también eso forma parte de este juego de equivocación y enredo, tormentas y naufragios.

En La ternura no hay tiempos muertos. Es una invitación al agotamiento. Sanzol acumula recursos, se le nota a gusto con lo que tiene entre manos y sigue jugando con todos esos elementos como si no fuera necesario ningún final. No importa. El tiempo pasa como si nada. No existe y seguramente es un truco de magia más. Sí, hay que dejarse llevar. Entregarse a un primitivismo, deshacerse de las preguntas. Que la trama sea, después de todo, previsible, es una invitación a perderse en los detalles, en los juegos constantes que nos propone. Sí, Shakespeare sigue ahí. Está por todas partes sin estar en ningún lado. Atraviesa la obra, citado. Es una intuición. Ese padre que nos contaba historias y nos creaba la necesidad de encontrar las nuestras propias. Esta es una de ellas.

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