Desde Berlín, de Andrés Lima (en Teatre Talía) Dirección y dramaturgia: Andrés Lima. Textos: Juan Villoro, Juan Cavestany, Pau Miró y Andrés Lima. Con Nathalie Poza (Caroline), Pablo Derqui (Jim) | por Óscar Brox

Andrés Lima | Desde Berlín

En los años 70, Berlín era un hervidero de vidas en busca de sentido, separadas por un muro que las exponía a su insignificancia, sin cobijo, frente a esa barrera que las orillaba en un rincón. Tiempos difíciles en los que los sentimientos se consumían como el aliento en una noche de nieve y frío. Rápidos, entrecortados y frágiles. Lou Reed encapsuló en su tercer disco ese espíritu de tragedias minúsculas, amores breves, miseria y dolor, a través de la historia de una pareja, Caroline y Jim, y la sensación de que la vida se nos escurre de las manos cuanto más desesperadamente intentamos asirla. Cuando salió publicado, Berlin descolocó a la crítica, incapaz de procesar la velocidad con la que Reed desgranaba la existencia de sus criaturas entre momentos de infinita ternura y pasajes en los que la desesperación aniquilaba cualquier atisbo de felicidad. Un año después de su muerte, Andrés Lima pone en escena Desde Berlín, un bellísimo homenaje a Reed en forma de retrato íntimo, una radiografía del espíritu del tiempo marcada por la amargura y la necesidad de los cuerpos.

Antes de que se eleve el telón, un rótulo sobreimpresionado anuncia ese Berlín que, unos segundos más tarde, escuchamos en el bullicio de la vida callejera y los bares de copas. La escena, desnuda de florituras, muestra una cama en mitad del escenario protegida por dos bloques en los que se proyectará un bucle de imágenes o un paisaje estático del apartamento de la pareja, según el momento. Arrinconado a la derecha, Jim (al que interpreta un intenso Pablo Derqui), un yonqui solitario, narra su historia con Caroline con ese tono de vago resentimiento, incapaz de negociar con el fantasma de su mujer cada vez que le vienen a la memoria los buenos momentos. Ella murió, se cortó las venas, y ahora lo único que le queda por sentir es el frío que se cuela por la ventana rota de la habitación.

Parapetado tras los textos Juan Villoro, Juan Cavestany y Pau Miró, Andrés Lima se acerca a la obra de Reed desde las entrañas, como un ejercicio de estilo en el que desnuda el original hasta quedarse con esa soledad que fluye más rápida que cualquier otro sentimiento; que acecha a sus protagonistas entre las sábanas, en esa cama en la que la vida todavía puede abrirse camino. Jim y Caroline (a la que interpreta una esforzada Nathalie Poza) se conocen en un banco, él pasa los días observándola mientras hace la calle. Esos primeros instantes, de diálogo espitoso y exagerado, funcionan como gasolina para la tragedia que se larvará en el modesto apartamento berlinés. Entre una María Estuardo sin trono y un Rey desterrado, entre dos personajes tan necesitados de un poco de ternura que apenas pueden proporcionársela sin evitar lastimarse.

Lima describe cada episodio con el apoyo de los temas de Reed, a veces interpretados por los propios actores, a veces como acompañamiento de fondo para la escena. La acción avanza al galope, presa de ese éxtasis descomunal que lleva a Jim y Carol a compartir sus soledades y desear, por un momento, ser capaces de excavar un hueco en el tiempo en el que mantenerse a cobijo de su paso. Nerviosos, continuamente tensionados, los cuerpos de los actores devoran el escaso margen del escenario mientras proyectan sobre el público una agonía de la que no van a saber cómo escapar. Sus monólogos giran incansablemente sobre ese extraño sentimiento, la aflicción, que les ha robado el reino construido bajo las sábanas hasta dejarlos completamente desnudos; que les ha borrado las palabras bonitas, el brillo en sus rostros, hasta desencajarlos entre balbuceos inconexos y arranques de violencia. El meticuloso trabajo de iluminación combina el apoyo de los dos bloques con unos focos que crean apartes, recortados del escenario, en los que los actores encuentran un instante de privacidad en el que confesar con lástima los sentimientos que las escenas de violencia conyugal ahogan entre golpes.

A pesar de la languidez de los paisajes que proyectan sus letras, Berlin es un disco rápido, surcado de pequeñas miserias y de una euforia que se disipa con el fracaso de las vidas modestas; un disco que se siente hasta en el último rincón del cuerpo, como una sacudida de electricidad sobre los nervios. Desde Berlín captura esa sensación, exige a sus actores que se vacíen, que actúen con ese cansancio en el que las palabras, casi sin resuello, parecen nacer en el estómago. Historia de sentimientos marchitos, Andrés Lima dibuja en su obra a personajes encadenados a un paraíso artificial, condenados ante unos sentimientos que apenas fluyen por sus maltrechas venas, que no conceden el mismo calor a sus corazones que la heroína, que ya no saben cómo congelar el tiempo para durar un poco más. Historia de sentimientos desconocidos, destrozados porque duelen demasiado, porque exigen darlo casi todo.

En ese Berlín cuyas emociones recorren sus personajes a la carrera, las cosas suceden en un segundo plano, fuera de escena. Carol pierde la custodia de sus hijos, Jim agrava su dependencia de las drogas. El campo de fuerza que habían creado entre las sábanas se descompone ante su convivencia fracturada e inestable; ambos lo sabían, pero nadie acepta su propio fracaso. Los diálogos queman en los labios de los actores, los gestos cada vez son más limitados, devorados por ese frío que les obliga a ver la soledad que, al final, enseña el límite hasta donde han llegado. Una última vela, la poca luz que alumbra el destino de la pareja, se apaga y deja el escenario en total oscuridad. El cuerpo de Carol se escurre entre las sábanas hasta desaparecer y regresamos al principio. Jim recoge la habitación, invadida por los recuerdos de su mujer que se proyectan como sombras chinescas sobre la pared. Cuesta admitirlo, pero qué fácil es dominar el arte de desaparecer, dejar que la vida se escurra entre nuestros dedos sin hacer nada por asirla. Quizá así todo esté mejor, todo sea como debería ser; sin más errores ni equivocaciones, sin accidentes que, por un instante, consiguen provocar la felicidad.

Antes de cerrar su único acto, mientras el Sad Song de Lou Reed inunda el escenario, Jim vuelve a mirar al pasado con ojos urgentes, recordándonos que ese monólogo interior se repite obsesivamente, una y otra vez, como quien recita un conjuro para devolver las cosas a la normalidad. Berlín no es Alaska, pero entra mucho frío por esa ventana que Carol rompió de un puñetazo. Sin calor ni cobijo bajo las sábanas, con la distancia de un tiempo que cada vez queda más lejano, Jim solo puede desaparecer tras esa rara melancolía que fluye cálida por su cuerpo. Quizá así todo este mejor, en orden, quizá esa sea la única manera de conquistar una felicidad sin trono ni reino. Esa en la que reparar el alma de los amantes tristes.


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