Los frutos amargos del jardín de las delicias, de Monika Zgustova (Galaxia Gutenberg) | por Juan Jiménez García

Monika Zgustova | Bohumil Hrabal. Los frutos amargos del jardín de las delicias

Me doy cuenta de que no puedo escribir sobre Bohumil Hrabal sin escribir sobre mí mismo. Tal vez solo sea que su vida y la mía son una sola cosa, aun siendo completamente diferentes, aun no habiendo compartido nada: ni tiempo, ni espacio. Nada. Solo lecturas. Él escribía y yo leía aquello que él escribía. Una noche, volviendo en el autobús, un hombre leía el periódico en el asiento delantero. Y allí estaba la noticia de su muerte. 1997, febrero.

Unos meses después apareció un libro de título inolvidable: Los frutos amargos del jardín de las delicias. Es imposible haber leído al escritor checo y no amar profundamente a Monika Zgustova. Sí, se puede, se debe sentir cariño hacia la labor de aquellos traductores unidos indisolublemente a un escritor. Agradecimiento. Aquel libro, este libro, estaba escrito por ella, y la muerte también la había cogido de sorpresa, convertida en un breve capítulo: Los últimos días. Un capítulo que cerraba esa biografía con la misma ligereza, con la misma fragilidad con la que Bohumil Hrabal debió recorrer la distancia que separaba del quinto piso de su habitación en el hospital del suelo (siempre ese quinto piso). Y no puedo dejar de notar que tras aquel recorrido empezaba seguramente algo para todos. La eternidad para el escritor, una vida de escritora para la traductora, otra cosa para el lector.

Si la escritura de Hrabal fue, después de todo, la construcción permanente de un inmenso collage de voces y vidas, que se pegaban y solapaban en armónica convivencia, su propia vida también tuvo algo de eso. Quizás esta fuera solo una fragmento de una obra inmensa, de la que él era una parte, a la vez que aquel que le daba voz. Es un poco absurdo pensar que somos algo más que eso, una pieza dentro de una obra más inmensa, un fragmento de un todo, impreciso pero no por ello inexistente. De este modo, escribir sobre Hrabal (sobre cualquiera), solo podía hacerse desde esa misma idea de collage. Recoger todos los fragmentos que han quedado, tirar aquellos que no nos dicen nada, quedarnos con aquellos otros que nos dicen algo, recortarlos, solaparlos, dejarlos caer aquí y allá, sobre la hoja en blanco, sobre la cartulina. Buscar su sitio, su equilibrio, la justeza, la belleza. Obtener una imagen, un libro, que será un todo, porque esta formada de muchas partes que no buscan serlo. Una imagen, un libro, que será una vida.

Eso es el libro de Monika Zgustova. Eso son los frutos amargos de ese jardín de las delicias.

La vida de Hrabal no fue fácil, pero su primera lección fue que esta, aunque triste, no deja de ser bella. Y él se aplicó a buscar esa belleza. Y esa belleza no se encontraba necesariamente en los museos de arte ni en los grandes espacios abiertos de la naturaleza. Podía estar, estaba, en las cervecerías, en las fábricas, en las estaciones de tren, en el hombre común, entregado al coraje cotidiano de vivir. Sus libros son su propia historia. Es su vida la que los alimenta: sus padres, su tío Pepin, sus mujer, sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus compañeros de borracheras. También sus gatos. Pero aun con ese componente autobiográfico permanente, él va más allá, y ya no es su autobiografía lo que escribe, sino que a través de él, escribe fragmentos de la vida de todos los demás, como si fuera abriendo infinidad de cajas y lanzando su contenido al suelo, hasta que todo eso, confundido, formará una sola cosa, otra cosa. Recorrer su vida es recorrer su obra. Como un reflejo. Pero no un reflejo en las aguas de un río tranquilo, sino en aguas agitadas.

Vivió en tres países sin moverse del sitio. No hubiera podido ir a otro lado, porque no tenía nada que hacer en ese otro lado. Así, solo le quedaba escribir para el cajón y vivir una vida como la de los demás, como la del último obrero. Su infancia feliz en Brno, en la cervecería que dirigía su padrastro, con su madre joven y rebelde (Personajes en un paisaje de infancia, es decir, Tijeretazos). Su tío Pepin (La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo). La guerra. Su trabajo de aprendiz en la estación (Trenes rigurosamente vigilados). Sus amigos, sobre todo su relación con el también artista Vladimír Boudník (Tierno bárbaro). Su trabajo en la fábrica metalúrgica Poldi (Anuncio una casa donde ya no quiero vivir), que tuvo que abandonar tras dos golpes brutales en la cabeza. Su trabajo reciclando papel (a través de la visión de un compañero, el viejo Hanta) (Una soledad demasiado ruidosa). Su mujer, Eliška, conocida como Pipsi (Bodas en casa). Entre esas palabras, Zgustova va dejando caer trocitos del escritor como migas de pan.

El retrato se ensombrece, o mejor, las nubes irán escondiendo el sol para de nuevo revelarlo, en un ciclo sin final. Su reconocimiento de los años sesenta, que le hará, pese a su edad, ser el referente de la nueva ola checa de cine, o la figura más respetada por los escritores de ese tiempo, hasta la vuelta del comunismo, precedida de tanques rusos y de países amigos. Y entonces, una entrevista (montaje) que le hará pasar por un traidor a esos ideales de libertad de los que fue su encarnación. Desde ese momento, todo va mal en la medida en que no va bien. El relato, decía, se ensombrece. Hrabal escribirá sus mejores libros y pasará sus años más atormentados. Él, después de todo, solo es un hombre. Un hombre con miedo. Un hombre cobarde. Siempre fue así. La revolución de terciopelo le traerá nuevos aires, pero ya es tarde. La muerte de su mujer será un paso más hacia la suya, años después.

Los frutos amargos del jardín de las delicias no debe ser leído solo como la biografía de uno de los escritores más grandes del siglo pasado que nos dejó (que no abandonó). Su calidad literaria pero también su calidad humana van más allá de todo eso, hasta convertir a Hrabal en un hombre de nuestro tiempo, un hombre como nosotros, con nuestras debilidades y nuestras esperanzas. No es el retrato de un escritor inmenso, es el retrato de un hombre. De un hombre rodeado de gatos y palabras. De palabras y personas. De personas y sentimientos.


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