Nikita Mikhalkov | Oci ciorne

Con el cine soviético o ruso, según la época y el temperamento moral escogido, siempre se mantuvieron determinados conflictos, sobre todo cuando se tomaba como ejemplo a artistas tan sacrificados e íntegros como Tarkovski, de esos cuyo compromiso con la creación hacía palidecer cualquier otro interés secundario. Según quién cuenta la historia, aquella goza de una lista de nombres más o menos amplia. Sí, está Paradjanov, también Sokurov, a duras penas Konchalovsky… todo lo que caía del lado de poder vivir del cine (y no para el cine) sufría su peculiar escarnio. Nikita Mikhalkov ha reflejado, durante su carrera, el tránsito entre un lado y otro de la lista, entre elegir la literatura o decantarse por el poder económico que le permitió abordar sus grandes producciones, entre el hombre capaz de capturar la sensibilidad de Chéjov y el hombre de cine que atrapa el reumatismo de la Rusia contemporáneo bajo los fastos de sus grandes presupuestos. Una contradicción, tal vez la misma de aquellos que vieron por primera vez Ojos negros y le tacharon de italinista sin saber apreciar el fondo y, sobre todo, el espíritu. Pero una contradicción apasionante, que, en unos tiempos en los que el debate creativo apenas lo animan un puñado de cineastas, nos devuelve la posibilidad de revisar una obra tan irregular como apasionante.

¿Quién necesita el cine?, se pregunta Ignasi Mena en el título de estos apuntes sobre la obra de Mikhalkov. En sus páginas encontramos esa contradicción natural que abona su obra, la del hombre delicado y el político interesado, la del cineasta que atiende con sensibilidad a sus fuentes literarias y la del megalómano que construye proyectos inabarcables. En definitiva, mejor o peor, la de un hombre que se ha debatido siempre entre vivir del cine y vivir para el cine.

 

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Número cinco
Bande à part
Imágenes: Juan Jiménez García


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