No hay edad más privilegiada que la adolescencia, donde la falta de una Historia completa y cerrada se describe a través de las pequeñas historias que encontramos entre lo que nos rodea. A falta de decisiones vitales importantes, nos dejamos llevar por los vaivenes de un periodo breve, bello hasta en lo pueril, que nunca deja de alumbrar un futuro para el que todavía no tenemos las palabras justas. Ante la adolescencia, el cine se ve impelido a girar la cámara hacia ese lugar que, con propiedad, llamamos nuestro reino: la habitación. Caja de resonancia de nuestras intimidades, la habitación ilustra la vida adolescente con toda la sensibilidad y la torpeza -con la sobreabundancia de pósters y con el cubrecama con relleno de plumas- con la que aquella se siente; con el mismo grado de confianza que depositamos en un párrafo de nuestro diario personal. De ahí ese plano paradigmático que recoge a cada personaje a los pies de la cama, entre esta y el suelo enmoquetado, recostado mientras revisa el último mensaje de móvil o bota una pelota sobre su guante de béisbol. Gestos sencillos, tal vez insignificantes, que describen un lugar, un momento y una identidad en continuo proceso de formación.

En The Kings of Summer, de Jordan Voigt-Roberts, Joe nota cómo ese mundo que poco a poco se va construyendo empieza a escapar de los límites de su habitación. De pronto, las historias minúsculas sin importancia cambian posiciones con aquellas que están llamadas a echar raíces en nuestro interior: una chica, un futuro a medio plazo, una madurez incipiente que no tardará en manifestar sus primeros síntomas… No, definitivamente Joe necesita otro lugar en el que expandir ese gran relato que la vida teje cuando se abre camino. El verano, la estación en la que más vínculos se forjan, cobijará su plan: construir una casa en mitad del bosque no solo como refugio de la mirada en ocasiones excesivamente fiscalizadora de los adultos, también como cuna para el adolescente que va a dejar de ser.

Voigt-Roberts plantea su película con la misma vehemencia con la que su protagonista construye un nuevo hogar: como la de alguien que desea aullar a la luna en medio de una fogata nocturna, lanzarse en bomba al lago y salir tiritando a la orilla pedregosa con la ropa pegada a la piel. En otras palabras, como si también su cámara capturase por vez primera esas sensaciones tan toscas y sinceras, tan incómodas porque recogen un periodo indeterminado en el que no eres ni joven ni viejo, en el que todo conocimiento adquirido se pone a prueba tras un contacto en profundidad con las cosas. Por eso el mimo con los personajes, la ternura con la que describe un afeitado en seco y la pelusa que aparenta un bigote; la caza frustrada de un animal para alimentarse en el bosque; o la extraordinaria configuración de ese nuevo reino creado a base de deshechos y tablones cogidos de aquí y de allá. Porque es la misma mirada con la que toma el cine y sus posibilidades, con la que empalma escenas y diálogos, personajes y situaciones. Con la misma paciencia con la que su protagonista descubre un reino, con el mismo cariño con el que nos adentramos en la vida.

La vida en Estos días, de Diego Llorente, transcurre entre tiempos muertos y decisiones que siempre parecen aplazarse para una próxima ocasión. Sus escenas son tan breves que apenas podemos acomodarnos sobre la barra de la cocina durante el desayuno o cruzar el pasillo para entrar en una de las habitaciones de la casa. Cualquiera diría que el clima encapotado de la ciudad alberga el capítulo siguiente de The Kings of Summer, una estación menos poética y más realista, evocadora de esa intermitencia que nos priva de un salto fluido entre una edad y otra, entre una vida sin muchas responsabilidades y otra colapsada por aquellas. En la película de Llorente, el reino apenas existe, ni siquiera la habitación es ya santuario para confidencias e intimidades. Cada vez que Manuel y su novia se ponen a resguardo con la complicidad de la cama, la mirada pierde su foco, como si hubiese olvidado dónde se encuentra o como si fuese demasiado consciente de esa cámara que les está filmando. Les queda poco espacio para lo pueril, para esas emociones blandas y bobas que tantísimas veces acumulamos como un tesoro de adolescencia. Por eso su director les sigue por la espalda, a ratos pegado a ellos, quién sabe si intentando disculparse por no poder facilitarles un acceso directo a ese sueño de verano que el cambio de edad ha eliminado.

Estos son los días grises, de sombra y aguanieve, donde la ciudad parece tratada con la misma paleta cromática que Bruselas o Glasgow, con el color de la desilusión y la falta de asideros, de los bulevares desiertos y las esquinas que rodeamos varias veces cada día. Rutina, costumbre, lugares comunes que nos gustaría desterrar del vocabulario, ahora que hemos aprendido su significado. Estos días reflexiona sobre las aspiraciones de vuelo corto, los reinos que se hunden al menor soplido y la juventud que se diluye cuando saborea las primeras gotitas de amargura. De ahí las miradas perdidas, las palabras entrecortadas, los diálogos que no terminan y los abrazos que se rompen. De golpe, sus protagonistas son conscientes de lo que cuesta mantener un reino.

En algún lugar sin ley | David Lowery

A mitad de camino, entre dos condados, Bob intenta retener la mano de Ruth. Los árboles que rodean el lugar taponan el sol de mediodía, que solo puede filtrar sus pequeños rayos a la sombra de las ramas. Bob, tal vez, sujeta con tanta fuerza la mano de Ruth porque sabe que muy pronto dejará de recordar su tacto familiar, esa piel tan blanca con aroma de jabón de lavar. Por eso quiere que el paisaje del sur, reducto de mitos y leyendas, grabe entre el cielo, el sol y las nubes ese abrazo postrero, el gesto de ternura que impida al tiempo olvidarse de un amor condenado a desaparecer. En En algún lugar sin ley, de David Lowery, los mitos mueren con la misma velocidad con la que los proscritos son abatidos por el sheriff y sus ayudantes. Y, sin embargo, cuánta fuerza posee su recuerdo, como una Ítaca familiar a la que se regresa, como un latido que solo se escucha en lo más profundo. Porque cuando te haces mayor olvidas la importancia de la casa para encontrarla en una persona, en ese hogar de vivencias y experiencias que se llama Ítaca pero se siente Penélope.

En algún lugar sin ley narra el relato de una odisea, la que busca reencontrar el tacto perdido, el abrazo partido y el beso fugado; la de un proscrito que recorre los pasos de vuelta a casa, con ese temblor de hallar todo lo que se ha perdido en el tiempo, las experiencias que no le pertenecen y los episodios que nunca protagonizó. Porque el tiempo no espera, no cree, no confía. Y la única guía para volver al hogar es ese mismo paisaje que selló la huida y el adiós, que recogió la belleza del instante y la eternidad de ese encuentro postrero, como una promesa siempre renovada. La de Bob y Ruth juntando sus cuerpos entre el cálido verano y el frío invierno que los separa, entre esos años que han puesto tierra de por medio y esas pisadas que marcan con su ritmo la posibilidad de un reino. El que Bob tiene en Ruth y el que Ruth forjó en Bob. Gestos sencillos, de una hondura emocional que Lowery captura a través de la naturaleza del lugar, para describir la historia de ese mundo que nada puede sepultar, que tanto ha costado levantar. El nuestro.


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