Al envejecer, los hombres lloran, de Jean-Luc Seigle (Seix Barral) | por Óscar Brox

Libros

Para autores como Jean Echenoz o Pierre Bergounioux, la guerra es apenas un soplo de muerte encapsulado en unas pocas páginas donde la ficción revisa escrupulosamente la Historia. Un rayo, un impacto súbito que desaparece en la siguiente hoja, cuyas emociones morales, sin embargo, nunca dejamos de arrastrar. La guerra recorre, como un siniestro árbol genealógico, la pequeña población que describe Jean-Luc Seigle en Al envejecer, los hombres lloran. Cada generación ha participado en una: Verdún, la línea Maginot y Argelia. Cada generación ha perdido algo en el fuego, se ha entregado al silencio. Entre padres e hijos, el silencio siempre es más pronunciado, sobre todo cuando todavía eres joven y no has encontrado las palabras justas para adentrarte en los entresijos de la vida interior de un adulto. Cuando el respeto, incluso el miedo, se impone sobre el pudor.

Esa falta de calidez, de no saber cómo acercarse el uno al otro, gravita sobre la relación entre Albert Chassaign y Gilles, su hijo menor. Seigle, preocupado por los secretos del corazón, traza una historia en la que nos pregunta de qué sirve el pasado. Parapetado tras una cita de Marx, nos dirá que son los hombres los que hacen la Historia, sí, pero que lo verdaderamente hermoso consiste en compartirla, en sentir ese temblor que nos une, que dibuja una intimidad mutua, cuyo afecto consigue salvarnos del olvido. En Al envejecer, los hombres lloran, la guerra impone una distancia emocional con la que sus protagonistas no saben lidiar. Suzanne, la madre, mantiene una correspondencia febril con su hijo mayor, Henri, destinado en Argelia, construyendo un blindaje alrededor de ese amor que la aísle de su mediocre existencia. Para Albert, en cambio, la guerra sacudió de tal manera todos sus cimientos que solo la vejez a su alrededor, la sensación de que el mundo que conocía empieza a extinguirse, ha desenredado todo aquello que permanecía oculto en su interior.

Con toda la delicadeza que le permiten las palabras, Seigle se entrega a esa búsqueda emocional en cada uno de los encuentros que se producen entre sus personajes. Así, Albert recupera un tiempo perdido mientras ayuda a lavarse a su madre enferma. Ante la visión de su cuerpo anciano, en el que sus rasgos propios se mezclan con los estragos de su vejez, siente aquello con lo que alguna vez mantuvo un vínculo indestructible, unas emociones tan tiernas que es casi imposible reprimir las lágrimas. Entre las manchas que surcan su cuerpo deformado, Albert lee esos fragmentos de vida que también han sido suyos, que le han pertenecido y que le definen. Qué hermoso, verdad, resulta volver a notar toda esa historia común que nos une. Y qué difícil es para Gilles, a sus diez años, entender esos procesos que desencadena la vida adulta. Aún prevalece en su visión la imagen de hombre robusto, de trabajador del campo, que cultiva su padre. Esa visión infantil en la que todo es exagerado: el amor, el miedo, la soledad o la indiferencia.

Se podría decir que, por encima de todo, Al envejecer, los hombres lloran es una novela que versa sobre padres e hijos, sobre su relación y sobre la distancia y la vida que tiene que pasar hasta darnos cuenta de la tremenda sensibilidad que se produce en ese vínculo. El señor Antoine, un profesor jubilado, será el preceptor de Gilles, quien le transmita la importancia de la Historia, lo que atesora el paso de una generación a la siguiente, lo que compartimos entre unos y otros. Albert, el recuerdo de Albert, de ese cariño paternal que un hijo pequeño no sabe aún cómo procesar, el afecto que salve al pasado, a la memoria que nos constituye, de caer en el olvido. El afecto que nos enseñe cómo combatir el silencio, la vergüenza, que se abate sobre cada generación que sufrió la guerra.

En su agonía, mi abuelo rompía a llorar todo lo que nunca había llorado al evocar a los niños que murieron durante la guerra civil. Mi madre siempre mantuvo un contacto algo distante con él, en ese término medio entre la prudencia y la timidez, excepto en las semanas en las que tuvo que hacerse cargo de su sufrimiento, en las que sus brazos hinchados por la medicación caían entre los hombros de mi madre. En esas historias que le contaba por primera y última vez compartieron ese mismo afecto que Jean-Luc Seigle describe en la primera de sus novelas que Seix Barral publica en castellano: el que nos salva del olvido. Para eso sirve el pasado.


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