Antes de que cante el gallo, Cesare Pavese (Pre-Textos) Traducción de Isabel Verdejo y Ester Quirós | por Juan Jiménez García

Libros

Escribir sobre Cesare Pavese es una temeridad. Muchos escribieron sobre él. También sus amigos: escritores como Italo Calvino o Natalia Ginzburg. También él. Es una temeridad no ya solo por esos ríos de tinta vertidos, que nos llevan a pensar que no tenemos nada más que decir, sino por estar tan lejanos de su tierra, de su época, de su espíritu y, no menos importante, de su soledad. Y pensar que no habíamos leído nada suyo, hasta este, estos libros… No, no es cierto. Habíamos hojeado El oficio de vivir. Cuando éramos mucho más jóvenes (o simplemente jóvenes). Y solo lo habíamos hojeado por un temor, por un presentimiento: leerlo nos haría daño, daño al reconocernos en alguna página (o en muchas), daño de llegar a un mismo final, temor de esas últimas líneas: Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.

Así, aquellos tomos de obras completas amarillearon. Se hicieron ilegibles.

Antes que cante el gallo reúne dos novelas breves: La cárcel y La casa en la colina. Con él, Pre-Textos continúa recuperando la obra de un escritor tan imprescindible como demasiado desconocido (en nuestro país), lejos de la fortuna de un Italo Calvino o un Leonardo Sciascia, o del ímpetu editor, un tanto caótico, con Pier Paolo Pasolini. Pavese, anterior a todos ellos, presencia constante de las letras italianas de posguerra, quedó ahí, sin tiempo, sin espacio.

De marcado carácter autobiográfico, La cárcel recoge su experiencia del destierro. El protagonista, Stefano,  tras su paso por la cárcel es confinado a un pueblecito sin nada de particular, en el que todo es como todo en cualquier otro lado. Su prisión, ahora, estará hecha de paredes invisibles: el mar, las montañas, sus miedos. La casa, despojada, la playa y sus baños, hasta que el verano acabe, la gente del bar. Su relación con Giannino, tal vez la única persona con la que puede hablar, sus furtivos encuentros entre maternales y sexuales con Elena, están impregnados de algo que no logra sacudirse: la necesidad, la voluntad, de estar solo. Ante todo, vivir esa soledad, apurar ese sentimiento. Vivir prisionero no tiene nada que ver con unas paredes, unas rejas: también es un estado de ánimo. Algo más profundo. No podemos dejar de tener la sensación de que Stefano estará preso siempre de algo, de algo a lo que nunca podrá escapar: él mismo. Y eso, después de todo, es también La casa en la colina.

La casa en la colina retoma esa narración autobiográfica en parte. Tras los años del confinamiento, Pavese vuelve a Turín, su ciudad. Tras Stefano, llegará Corrado. También una cierta conciencia de ser uno mismo: el paso de la tercera a la primera persona. Para Pavese será el tiempo de interrogarse a sí mismo y a los demás. A ese diálogo interior (que no puede escapar a las convulsiones de su tiempo, por mucho que se aleje de la ciudad a las colinas), se suma el reencuentro con Cati, antigua novia con un hijo que podría ser suyo, pese a sus negativas. Cati se convertirá en ese pasado insistente que vuelve a él, entre dulce y amargo, deformado por el presente. La caída de Mussolini, los devastadores bombardeos aliados, la ocupación alemana, la resistencia, se convierten en la columna sonora de una necesidad de estar solo. De nuevo, esa búsqueda de la soledad, dubitativa, pero constante. Constante hasta la huída, cuando ya no quede nada, únicamente el miedo. Ese regreso al hogar, suerte de regreso al vientre materno, a su protección. Hasta que todo acabe.

La casa en la colina es la evolución natural de La cárcel. Los personajes de Pavese siempre estarán prisioneros de ellos mismos y rodeados de los pesados barrotes de hierro de la soledad. Nada les impide salir de ellos (al contrario), pero no saldrán. El pesimismo, la desconfianza en el ser humano, individualmente o en sociedad, el deseo de una mujer (para una vez encontrada, huir), entretejen la complejidad de una vida condenada a ser vivida sola. Dicen, aquellos que le leyeron, que estas dos novelas breves trazan el paso del escritor hacia su madurez. En ellas late la escritura, fluye la sangre. Todo es palpitación, vida. Cuando leemos a Pavese tenemos la sensación de asistir a la construcción de toda la narrativa italiana que vendrá, que es esa figura inevitable, esa pieza que lo hará todo comprensible.  Y que es necesario leerle, aun con el miedo de encontrarse.


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