Termina una nueva edición del Atlántida Film Fest y, como en todos los festivales, una sensación incómoda se instala en la última crónica, imposible escribir un punto y final. Solo dos películas reclaman la atención, precisamente, las que jugaron los papeles de apertura y clausura del certamen. De alguna manera, Post Tenebras Lux y Los ilusos abren y cierran el presente de una ficción, reflexionan sobre sus mecanismos y ponen en escena sus conflictos. Reygadas esgrime el derrumbe de un mundo burgués en el México rural para, a la manera de Buñuel, desdibujar las normas morales que definen a esa sociedad. La violencia y la belleza, dos caras de una misma moneda, interpretan este relato de decadencia. Mientras, Trueba da un nuevo paso en su cine para filmar una obra sobre el futuro, es decir, una obra sobre nuestro tiempo, las expectativas y deseos. Una película que habla de nosotros a través de los pequeños gestos, que nos propone escribir, a partir de las experiencias cotidianas, el guion para una película del futuro; narrar, en suma, las cosas minúsculas, lo que el cine nunca puede matar o dibujar como convencional, porque forma parte de nuestras vidas.

Post tenebras lux

Carlos Reygadas siempre ha mostrado una querencia especial por lo trascendente, desde sus referencias a Tarkovski o Dreyer hasta su utilización de la obra musical de John Tavener. Si hay un detalle sobre el que ha erigido parte de su filmografía, ese es la atención que pone sobre la naturaleza, su belleza sensorial casi inalcanzable, que tiene lugar indiferente a los asuntos humanos. Mientras la niña de Post Tenebras Lux corre y resbala en el barrizal que ha formado la lluvia de la mañana, una tormenta eléctrica se gesta en el fondo de la imagen. Lo hermoso convive en el mismo plano con el grotesco efecto de cámara que distorsiona los bordes de la imagen, como dos entidades inseparables dentro del mundo de Reygadas. Las tinieblas y la luz, lo bello y lo feo. El último filme del cineasta mexicano es una colección de sensaciones aglutinadas en torno a esos dos conceptos, a la visión de la condición humana que proporcionan.

De fondo, como la tormenta de la primera escena, un matrimonio mexicano de clase burguesa que se muda a una zona donde comparten vida con familias más modestas. En primer plano, sus actos: la violencia sin freno del padre sobre sus perros, la represión sexual de la madre, las confesiones y la extrañeza que generan su nuevo hogar. Como en un filme de Buñuel, el diablo ha entrado en escena para destapar todo aquello que se desarrolla silenciosamente, lo que se oculta o se disfraza, lo que las normas morales no pueden alterar porque pertenece a nuestra propia naturaleza. La cámara de Reygadas dibuja el trayecto de cada uno de los personajes entre el éxtasis y el tormento, entre la delicadeza y la brutalidad, donde una orgía en la sauna puede ceder su lugar a la ternura de una reunión familiar. Pero, sobre todo, Post Tenebras Lux pone en escena un presente, el de los hombres, en ruinas, sin aparente lógica ni forma de encajarlo dentro de la historia, un relámpago perdido que huye de su tormenta. Violencia: la del equipo adolescente de rugby pataleando frenéticamente el suelo del vestuario ante la mirada agradecida de su entrenador; la de Juan golpeando sin piedad la cabeza de uno de sus perros contra el suelo del porche. Belleza: la de un mundo aparte, ajeno a casi todo, que despliega sus fuerzas sin preocuparse por aplastar a quienes forman parte de él.

Si Post Tenebras Lux narra el derrumbe de un presente, Los ilusos refleja la construcción de un futuro. Cuando somos jóvenes, no tenemos memoria, no tenemos un pasado que la ficción pueda aprovechar para construir un presente; hemos vivido, pero no lo suficiente. Cuando somos jóvenes, nos dedicamos a recabar experiencias, a vivir, a reunir recuerdos que cuajarán en un futuro, a obviar la nostalgia y la melancolía. La principal baza del segundo largometraje de Trueba es que trabaja incansablemente en esa dirección, en la necesidad de ofrecer las experiencias que fermenten en una vida, como hacía Truffaut con Doinel, para así poder filmar la ficción de esa vida, su futura película.

Trueba filma cada palmo de Madrid con la convicción que permite que cada espacio -desde una cafetería a la sala de cine- no sea un escenario sino un lugar familiar. Su León, el protagonista del filme, necesita un microcosmos en el que sentir, en el que exprimir lo que la vida pone a su alcance, las ilusiones, los planes y los (des)amores. En eso consiste Los ilusos, en la puesta en escena de un lugar, llámese cine o ficción, en el que dejar de experimentar la orfandad. Como antaño la sala de cine, las películas nos proporcionan una compañía que nos hace sentir menos solos, más comprendidos en nuestros pequeños dramas. Los ilusos podría ser la experiencia de esa compañía, la colección de momentos, a veces imaginados a veces vividos, que nos define, que nos comprende e identifica. Una ficción donde plasmar nuestros deseos de futuro, sin caer en la nostalgia de un pasado -ahí está la hermosa escena en la que las niñas juegan con las cintas de VHS por el suelo-, con la confianza de que tenemos la materia prima que construye una ficción: la vida. Empecemos.


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