Mitologías de invierno, de Pierre Michon (Alfabia) | por Óscar Brox

ELibrosn uno de sus mejores opúsculos -escrito, tal vez, con la intensidad del rayo-, Michel Foucault prescribía el trabajo de genealogista como un “insistir en las meticulosidades y azares de los comienzos; prestar una atención meticulosa a su irrisoria mezquindad; darles tiempo para ascender del laberinto en el que jamás verdad alguna los ha tenido bajo custodia”. Aquellas palabras retumban con un fulgor singular en la obra de Pierre Michon, una suerte de gestor de la belleza, como lo define Ricardo Menéndez Salmón, que dibuja en sus breves Mitologías de invierno la genealogía de esa propiedad que nos hace amar a las cosas. Partida entre dos escenarios separados como Irlanda y el Macizo Central francés, la narración arranca con un primer gesto: la pequeña corte de un rey pagano recibe la visita de un viejo religioso, y su séquito, empecinado en su conversión cristiana. El paisaje glauco, preñado de un hilo de plata que se desliza por un riachuelo, conserva el primitivo sentido de belleza que el lenguaje -la palabra de Dios, la norma y la moral que emanan de su palabra- no ha conseguido adulterar. Sin embargo, la presencia invasora desviste esa belleza asentada con la promesa de otra belleza mayor, la que provee el mismo Dios. Con toda la delicadeza contenida en su prosa, Michon construye su miniatura en torno al salto que en un momento de la Historia reacomoda -asimila, reinventa, reconstruye- lo bello y, por ende, el paisaje humana al que abriga.

A través de sus mitologías, Michon encuentra esos minúsculos detalles que testimonian un vuelco irreversible que afectó a nuestra cosmovisión. En ocasiones, ese vuelco traslada su efecto a la imposibilidad de contemplar el azul del cielo con la vieja intensidad que la moral medieval ha hurtado; en otras, “la soberanía feudal de un pequeño trozo de lenguaje”, como escribe Michon, señala ese punto de no retorno donde una idea (de belleza, hombre, mundo o moral) absorbe a sus predecesoras y las oculta en su proceso. El mérito de esta colección de vidas efímeras consiste, precisamente, en la capacidad de su autor para conjugar al pedazo de Historia con su vocación de relectura, como si en esas huellas borrosas que encontramos en las zonas más recónditas del Causse se hallasen las raíces remotas de un gesto que hoy asumimos sin pensar en su evolución. Fruto de ello, Mitologías de invierno insiste con una energía insólita en ese terrible momento-bisagra en el que una naturaleza en extinción muestra por última vez el brillo familiar que la Historia enterrará. Y Michon, no sé si como genealogista o como gestor de belleza, consigue un milagro de su narración: que esas viejas formas que antaño vivieron su eclipse gocen de tiempo (de vida, de hermosísima vida) para volver a explicarse. Esa, tal vez, es la definición de una mitología.


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